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The last green corner - Carlos Díaz

Aunque no dando el parte de victoria de Franco desde Burgos, aquí estamos a uno de septiembre de 2020, con salida para Madrid el día 2. Nuestra casa en Madrid colinda con los Carabancheles y con Usera, lo cual significa que ‘limítrofamos’ con el máximo peligro de muerte. Después de dos meses no sé si podré como antes pasear por la orilla del Manzanares, ni si se habrá terminado la demolición del club de Gil&Gil, ni cómo irá la construcción del nuevo edificio situado frente a casa, donde hasta ahora tenía su sede Prosegur. Tampoco estoy completamente seguro de que yo mismo regresaré igual que era: era Heráclito.

Mientras tanto, una lectora de una de mis columnas semanales, comenta: «¿Cómo andamos de civismo en este país? ¿Cuántos siglos hemos retrocedido? Pues unos cuantos. Si no fuera por los servicios públicos, viviríamos entre basura desde la puerta de nuestra casa, porque ver un contenedor vacío y la basura al lado, no es tan infrecuente, al igual que encontrarse mascarillas o guantes en plena calle. Y no es cuestión solamente de las escuelas, porque el problema fundamentalmente está en los adultos. Recuerdo cuando yo era joven en un viaje que hice a Torremolinos, que ponían todos los carteles en inglés, menos el de mantenga limpia la playa que lo ponían en español. Ahora ya la falta de civismo es internacional, aunque haya algún país que se salva, como Suiza».

La cuestión es de tal densidad metafísica que no sé yo. Se ha dicho que el pesimista ve la botella medio vacía, y que el optimista se extasía con el azul celeste, y que, mientras que el pesimista persigue iracundo a la paloma que lo ensució, el optimista abre más la boca a ver si el excremento hace pleno impacto en él. Yo, dudoso, casi prefiero adoptar el punto de vista del emperador Augusto, el cual, tan a gusto, a la puerta de su palacio extendía el brazo derecho, con la palma abajo y abierta en actitud solemne; no era que tomara la posesión del mundo entero, sino que observaba si llovía. Mejor eso que alquilar bucólicamente una barca por el río Tormes en aquella época remota, y lánguidamente depositar a modo de remo la mano en las aguas para sin quererlo agarrar una caca del tamaño de un hipopótamo sumergido. Tan impresionado quedé por la experiencia que sólo a partir de ella pude entender en su magna profundidad el diálogo de aquellos dos: «–A este paso vamos a comer mierda. –¿Tú crees que habrá mierda para todos?». Así que no me quiten a Juan de Mairena: «–Dadme un cretino optimista, decía un político a Juan de Mairena, porque ya estoy hasta los pelos del pesimismo de nuestros sabios. Sin optimismo no vamos a ninguna parte. –¿Y qué diría usted de un optimismo con sentido común? –¡Ah, miel sobre hojuelas! ¡Pero ya sabe usted lo difícil que es eso, Mairena!».

Casi todo el mundo recuerda El planeta de los simios. Unos astronautas, sin saberlo, vuelven por error cientos de años después a la Tierra de donde proceden, ahora dominada por una generación de simios que trata como animales a los hombres que habían regresado y que tantos merecimientos habían hecho para ser superados, un film impresionante por la soberbia del hombre que, pudiendo autogestionar, destruye. Sin embargo, nunca faltan quienes, como Mendelsohn, defienden que habría que amar a la humanidad a ciegas, incluso aunque sospechásemos que se comería las margaritas antes de San Martín, por lo que la actitud ética consistiría en ver el presente con ojos de futuro mejor dejándose llevar por el brote de la flor que se abre. Su contraparte son los quevedistas: «¿Miras ese gigante corpulento que con soberbia y gravedad camina? Pues por dentro es trapo y fagina y un ganapán le sirve de cimiento y adonde quiera su grandeza inclina, mas quien su aspecto rígido examina, desprecia su figura y ornamento… Pues asco dentro son, tierra y gusanos»1.

En cualquier caso, nadie supo mejor que los franciscanos de primera hora las ventajas y desventajas del sí y del no. Resulta que «penetrados en las regiones de Alemania y no conociendo la lengua, al preguntárseles si querían alojamiento, comida, o cosas similares, respondieron ja. Y, al notar que con esta palabra eran tratados humanamente, decidieron responder ja a cualquier cosa que se les preguntara. Pero al preguntárseles si eran herejes y habían llegado allí precisamente para contaminar Alemania, de nuevo respondieron ja, y entonces algunos fueron encarcelados, y otros desnudados. En cambio, mientras penetraban en aquellos campos, a los hermanos llevados a Hungría les azuzaron sus perros los pastores y, sin decir palabra, los golpeaban sin tregua con unas lanzas, por la parte roma. Y, como los hermanos se preguntaran el porqué de tales malos tratos, uno dijo: “Tal vez porque quieren tener las túnicas superiores”. Se las dieron, pero aquellos no dejaban de aporrearlos. Añadieron entonces: “Tal vez quieran nuestras túnicas inferiores”. Pero ni siquiera después de dárselas dejaron de golpearlos. Entonces dijeron. “Quizá quieran tener también nuestros calzoncillos”. Entonces dejaron de darlos de bastonazos y los permitieron irse desnudos. Y uno de estos hermanos me contó que unas quince veces se había puesto de nuevo los calzoncillos y que, vencido por el pudor y la vergüenza, se dolía más por los calzoncillos que por las otras ropas, de modo que ensució sus calzoncillos con estiércol de los bueyes y otras inmundicias para que los pastores, al sentir repugnancia, no se los quitaran»2.

A veces pasa eso, y entonces no sabe uno si tomar criado o ponerse a servir. Lo mejor en esos casos sería echar una cana al aire, aunque a veces eche uno de menos algún lugar donde encontrar las cosas en orden. No tuve yo suerte en aquella ocasión en que, ya en el magno salón de los mandos de policía de Guadalajara (Jalisco), y con la presencia solemnemente uniformada de todos ellos, guantes blancos incluidos, después de tres cuartos de hora no pudo realizarse el evento porque nadie encontró el micrófono necesario para mi peroración. La realidad supera a la fantasía, en cualquier caso, y a tenor de la experiencia, no resulta difícil de adivinar cuál será el grado de eficacia de los agentes. Lo cual contrasta con lo que comenta Amando de Miguel: «He dado algunas conferencias a los militares de Estado Mayor. No solo se ponen de pie cuando entra el profesor, sino que adoptan la posición de firmes en silencio. Impresiona. En España ni siquiera los políticos (salvo excepciones) se ponen en posición de firmes cuando suena el himno nacional». Yo, poco dado a esas farándulas, lo que no soporto ya son los miles de manifestantes y de tantas manifestantas haciendo el boca a boca e intercambiando las mascarillas después de socializar los gonococos en tierras de Kant o de Mozart.

1 Quevedo, F. de: Poemas escogidos. Ed. Castalia, Madrid, 1983, p. 93.

2 Jordán de GHiano: Crónica. In “Cronistas franciscanos primitivos”. Ed. Cefepal, Chile, 1081, pp. 24-25.