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Esta noche me he caído de la cama - Carlos Díaz

Es vox populi que cuando se te cae de la cuna el primer hijo corres al médico cual alma en pena para ver si fue algo grave; que cuando se trata del segundo hijo te llevas un buen susto, y que cuando se trata del tercero pasa a ser un simple problema estadístico. La caída del hijo o de la hija, pues, goza aproximadamente de la siguiente secuencia: a) «¡Se ha caído de la cuna!», b) «¡Vaya por Dios, se cayó de la cuna!», c) «Ya se cayó de la cuna». Y lo mismo ocurre con muchas cosas, a las cuales quita hierro la costumbre, al fin y al cabo una persona acostumbrada pierde mucho de su identidad personal.

Lo que pasa es que cuando se es niño muy acostumbrado, es decir lisa y llanamente, viejo, en primer lugar no espera uno así como así caerse de la cama: ¿caerme yo de mi cama, después de tantos y tantos años de señorío? Eso no puede ser, qué vergüenza. Ahora bien, pueda o no pueda ser, yo esta noche he sentido esa vergüenza en mi ser, aunque no estaba precisamente en la litera de arriba. A las tres menos cuarto de la madrugada, cuando más dormido me encontraba, he dado con mi cuerpo entero y verdadero en tierra, no con un poquito de mi cuerpo, sino con el cuerpo entero; no ha sido un coscorrón, ha sido un batacazo, un golpe helado, un hachazo invisible y casi homicida como el de Miguel Hernández.

Si yo hubiera sido más prudente, tal vez habría acolchado el entorno del lecho, pero carente de prudencia de cálculo y de madurez existencial, me eché al catre como si nada, dispuesto a roncar a pierna suelta, ajeno a la dureza del vil suelo, porque el suelo está mucho más duro cuando te caes de él –nunca mejor dicho– de golpe y porrazo. Todo esto ha ocurrido el día seis de agosto jueves del annus horribilis de 2020 a las tres menos cuarto de la madrugada en la benemérita ciudad de Burgos, donde sabiamente se distingue entre resbalar y esbarizar. Me acuso de haber esbarizado irreflexivamente sin haber tenido al menos la cautela suficiente como para mantener la vigilia, o al menos un ojo abierto. Ya lo decía Descartes: si es verdad que cuando piensas existes, entonces también lo es que cuando no piensas no existes, y entonces palo.

Bueno, pues me he caído esta noche de la cama, y no es una afirmación retórica, me he venido abajo cuan largo era. Confesada la cosa con cierto pudor, qué feo se cae un setentayseistón del lecho, tanto que a mí el duro suelo me pareció fría mortaja, de la cuna a la tumba. Afortunadamente no fue así, pero después de la conmoción me invadió una fuerte sensación de absurdo e incredulidad: ¿yo con mis doctorados de bruces en el suelo? ¡Me he podido matar! Gracias a Dios, esta última sensación fue descartada tan pronto como pude tocarme la magullada cabeza, cuyas mandíbulas apenas encajaban respectivamente como lo habían venido haciendo hasta ese momento. Tampoco había sangre, como si no hubiese pasado nada. Caído y desencajado, a pesar de todo estaba vivo, horror y cuenta nueva. Lo que no vi fueron esos pajaritos que los cómicos dibujan habitualmente girando en torno a la cabeza del accidentado haciendo pío, pío, no sé si no me fijé lo suficientemente bien, o que a esas horas de la madrugada todo estaba muy oscuro.

Pero qué golpe, my God, qué jodido golpe. Mientras hacía acopio de fuerzas, esperé en el suelo un ratito hasta que pude arrastrarme de nuevo a la cama, lo que logré tras arduos esfuerzos. Cuando uno sube de plano después de caer parece como si se hubiera convertido un poco en inmortal, sabido es que en francés (el golpe no me ha impedido recordarlo) caer se dice tomber y tumba tombeau, tumbarse en la tumbona para no despertar más, de donde que la elevación que sigue a la caída se agradezca casi como una resurrección, al menos a mí me supo a gloria.

El último sustrato de mi malhadado accidente es que el accidente es la sustancia de todas las cosas, relación que entre ambas, causa y efecto, viene a ser tan cercana, que uno siente que no es más que un accidente, y que a ti, que creías el rey de todo el mundo, hoy la espalda te ha volteado, fallaste dormilón, no vuelvas a fallar. Sinceramente sentí –gracias al golpe o por desgracia del golpe– la tremenda fragilidad, la cruel caducidad, y la vejez como una terna sinérgica.

Si todo esto me sirviera para ser mejor persona, merecería la pena haberse caído, aunque sin desear volver a caer, pues a nadie le está asegurada la reviviscencia en el segundo rebrote. Sabiduría es levantarse tras haber caído, pero con las cosas del caer no se juega. Frecuentemente nos enteramos de que tal o cual anciano cayó, se rompió la cadera, y se fue al otro mundo sin apenas ser notado: eso ocurre en este mundo.

Por esta vez, me caí y luego arriba: arriba España, viva España, viva siempre. Morir, así es la vida. Si no viví más fue porque no tuve tiempo, o porque me empujaron: «Te has caído, ojo de pato», dice el indio a su jefe, a lo que éste replica: «No, me has empujado, hijo de puta». Insisto en que estas cosas te pueden ocurrir también a ti, pero al final no es para tanto y la vida hay que tomarla como viene, lo mismo que Abderramán III, el califa de Córdoba: «Riquezas, placeres, honores he disfrutado. En este largo tiempo de felicidad aparente han sido numerosos los días en que he sido feliz: catorce». Contad si son catorce, y está hecho.

Por lo demás, quedad en paz cuando recaiga y de la recaída muera: algunos de vosotros no lloraréis por mí ni la mitad de lo que os habéis reído de mí. Tampoco repetiré nunca aquello que se atribuye al general Ramón María Narváez: «No es necesario que perdone a mis enemigos, a todos los he hecho matar». Esto, finalmente, sin embargo, os recomiendo antes de que Caronte cierre vuestros ojos con la moneda con que seréis trasportados en vuestro último viaje por la laguna Estigia: que si queréis los mejores elogios, moríos, al fin y al cabo, nunca faltan ganancias secundarias. Eso es preferible a que cuando mueras solicites ser echado a los perros, alegando que ya estás acostumbrado.