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El recepcionista de aquel hotel - Carlos Díaz

No sé yo si los católicos de hoy se confiesan tanto como los de ayer lo hacíamos, y no precisamente porque pequen más o menos que antaño. Mucho me extrañaría que los católicos actuales recordasen cuáles son los diez mandamientos de la ley de Dios y los mandamientos de la Iglesia a ellos añadidos para confesarse respecto de ellos uno tras otro. Desde luego estoy seguro de que ya no se conoce la distinción entre afectos de confusión y afectos de temor, los cuales últimos decían así para autoconsolación del beato confesante: «¡Cuántos millares de almas por ventura arden ahora en el infierno por menores culpas que las que yo entonces cometí!».

Yo mismo, dada la singularidad de mi frágil psicología, terminé cumpliendo a rajatabla los consejos para la confesión, lo cual terminó haciéndome caer en los brazos de psicólogos y psiquiatras laicos que cobraban y no perdonaban, a diferencia de los curas, que perdonaban y no cobraban, porque al final estalló en mí la neurótica obsesión pusilánime por culpa de recomendaciones anteriores a la confesión del siguiente tenor: «Si te has dejado antes algún pecado grave por olvido, dilo ahora. Si te dejaste por vergüenza o por otra causa culpable, o si no tuviste dolor o propósito de enmienda, entonces te confesaste mal, y te has de confesar de ese sacrilegio, y de cuantas confesiones y comuniones has hecho mientras has permanecido en pecado mortal, y estás obligado a hacer confesión general de todo ese tiempo. Por lo tanto, en el examen que vas a hacer, en vez de recordar los pecados desde la última confesión, procura acordarte de los que has cometido desde la última que hiciste bien, para arrepentirte de todos y confesarlos»1. La advertencia añadía: «Que, aunque el confesor vaya preguntando, puede ser que tengas tú pecados por los que él no pregunte, pero tú los has de confesar todos»2. A mí al menos esta detectivesca lupa a lo Holmes me obligaba a volver a la cola del confesionario e incluso a confesar por si acaso lo no hecho, dado mi terror de ir al infierno a causa de algún olvido. Aquel miedo a las llamas del infierno me resultaba tan insalvable, que a su lado el amor de Dios perdonador incondicional y de Padre amoroso apenas si tenía para mí peso alguno.

Atendamos a la descripción de las penas de los condenados: «Punto 1. Tormentos en el cuerpo. Pecador, ¿ves aquel horroroso calabozo lleno de fuego y humo? Para ti está preparado: allí irás si no mudas de vida. Míralo bien: allá arderá tu cuerpo cómplice de tus pecados. Te entrará el fuego por la boca, por la garganta y hasta las entrañas: quedarás como hierro encendido en la fragua, y por todas partes echarás chispas con la fuerza de los golpes que te han de dar los demonios. ¿Cómo podrás vivir en aquel fuego infernal, cuando no puedes sufrir ahora en un dedo la llama de una vela? Punto 2. Tormentos en el alma. Entretanto, ¿cuáles serán tus pensamientos cuando arda también tu alma en aquellas voraces llamas? Considerar que pudiste salvarte a poca costa y no lo quisiste; acordarte de aquel sermón, de aquellos ejercicios espirituales, de aquel buen libro, de aquella inspiración con que Dios te llamaba y de que no quisiste escucharle. Mirar desde allí a muchos compañeros de un mismo estado, edad, carácter, escuela y congregación en el cielo, y hallarte tú en el infierno. Y con esto, rabiar, desesperarte, maldecirte a ti mismo, al Ángel de tu guarda, a los Santos de tu devoción, a María Santísima y a Jesucristo. ¡Oh, que vida tan infeliz! ¡oh que ocupación tan miserable la del infierno! Punto 3. Tormentos por toda la eternidad. Y si llegas a caer en aquel fuego, ¿permanecerás en él por mucho tiempo? ¿Cien años? Más. Mucho más. ¿Millones y millones de millones? Más. Muchos más. ¿Pues por cuánto tiempo ha de ser? Mientras Dios sea Dios para siempre, por toda la eternidad. Y en tan largo tiempo ¿no habrá un instante de descanso? Nunca. ¿Podré siquiera mover un dedo? Nunca. ¿Ni aún tendré el menor alivio durante un abrir y cerrar de ojos? Nunca. ¿Me darán a lo menos una otra de agua? No, nunca. ¡Oh fuego, oh infierno, oh eternidad!». Abandonen toda esperanza.

De todos modos, cómo una religión del amor por antonomasia como lo es el cristianismo puede terminar produciendo estos potros de tortura ‘pedagógicos’ en un Devocionario manual «arreglado por algunos padres de la Compañía de Jesús» no me extraña. Matar y dejar morir a miles de personas psíquica o físicamente en guerras ‘de cruzada’, a mí hoy no me sorprende. Desgraciadamente conozco al ser ‘humano’ en mí mismo, y no tiene nadie que explicarme nada.

Hoy España no es católica, y no sólo por lo antedicho, sino también y sobre todo porque no ha encontrado aún el amor de su fundador. Pero también entiendo que quienes hoy no tienen sentido alguno de culpa, ni deseo de ser perdonados tras la correspondiente confesión, no son ya seres humanos por la misma razón: porque ya han perdido la condición de humanidad quienes no saben pedir perdón, y por ende tampoco concederlo, pues convertir el gozo en argumento de existencia resulta imperdonable para quien no sabe perdonar. No sé qué es más grande, si conceder el perdón o solicitarlo, pero ambos son superiores a una vida que se siente tan irresponsable que ni pedir perdón con rigor sabe. Hablo de pedir perdón, no de solicitar una simple disculpa, pues dis-culpa es manifestar una no-culpa, su rechazo.

En México, donde prolifera el ‘una disculpa’, y gracias, pude entenderlo en carne propia cuando perdí el vuelo trasatlántico que tenía concertado y fui respondido inmutadamente con la cantinela mágica de ‘una disculpa’. Me dieron ganas de matar al recepcionista o decepcionista que apuntó mi petición de ser despertado sin luego recordarla. Pero, en fin, para actuar al menos por una vez con el ejemplo, le perdoné. Lo que pasa es que desde entonces no logro conciliar el sueño por la noche cuando tengo que volar o tomar un tren temprano. Eso sí que son consecuencias del nada original ‘pecado original’.

1 Devocionario manual arreglado por algunos padres de la Compañía de Jesús. Trigésimo nona edición. Apostolado de la prensa. Madrid, 1943, p. 66.

2 Ibi, p. 77.