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20 de noviembre - Carlos Díaz

Cuando se han librado los primeros meses de la Guerra civil española mueren el día 20 de noviembre de 1936, separados por escasas horas y unos cientos de kilómetros, el anarquista Buenaventura Durruti y el falangista José Antonio Primo de Rivera. Las dos organizaciones a las que representaban compartían los mismos colores en sus banderas, el rojo y el negro. Francisco Franco muere 39 años después, el 20 de noviembre de 1975, con una bandera roja también, y gualda. Al finalizar la guerra se borró todo tipo de huella del mausoleo levantado en honor de Durruti. El cuerpo de José Antonio fue exhumado y llevado a hombros desde Alicante hasta el Escorial, y una vez terminado al Valle de los Caídos, como Franco, cuya tumba también fue sacada muchos años de allí casi a patadas. Ni siquiera después de tanta masacre dejan descansar a los muertos, a los caídos. Todas las golondrinas han abandonado la historia.

«Una tarde, Oliver Baldwin, hijo del jefe de gobierno británico, vino a verme. “¡Qué país! Dije a Azaña que me agradaría ver a José Antonio Primo de Rivera, que está en la cárcel, pero suponía que esto era imposible”. “–¡De ninguna manera!, me contestó Azaña. Dispondré para que le vea”. Y así lo hizo. ¿En qué parte del mundo sería tal cosa posible? –Y a Primo de Rivera ¿lo vio usted?, pregunté. –Sí; el patio de la cárcel estaba lleno de coches lujosos de los que salían distinguidas damas para verlo llevando flores»1. He leído en otros libros de historia que durante su encierro en prisión José Antonio estaba incomunicado, así que no puedo afirmarlo; lo importante es que, con o sin flores, fue fusilado y enviado al corralón de muertos. Flores, en todo caso, amargas, les fleurs du mal.

Bombas, bombones y canallas llevan al ataúd: «Entonces llegó la caja de bombones envenenados. Se había propalado la mentira de que el Primero de Mayo un cura dio bombones envenenados a unos niños. Toda madre cuyo hijo había engullido una manzana verde provocándole dolores de barriga se imaginó que su hijo era la víctima del mítico cura y se encendió en furia y deseos de venganza. La historia había corrido como la pólvora, y en muy poco tiempo llegó a todos los barrios de la ciudad. Era evidente que los divulgadores de la mentira habían sido situados en puntos estratégicos y se les había indicado el momento preciso en que habían de propalarla»2.

Y entonces se oyó un súbito rugido en el espacio y luego la explosión de una bomba. «David Darrah visitó Guernica tras el brutal bombardeo acompañado de un oficial fascista. Aunque comprendía el español, simuló que lo ignoraba, y habló en francés. Se dirigieron a un anciano que removía en los escombros. “¿Cómo sucedió esto?”, preguntó el corresponsal. El anciano respondió que los aviones alemanes llegaron en gran cantidad y no dejaron de bombardear hasta que todo quedó en ruinas. El fascista tradujo al francés. “Dice que antes de que el ejército de liberación entrase en la ciudad, los anarquistas pegaron fuego a todo”. Darrah dio las gracias en francés al funcionario»3.

Toda una payasada, en el fondo: «Nuestra distracción favorita era el general Queipo de Llano, jefe de los ejércitos rebeldes del sur, quien hablaba todas las noches desde la estación de radio de Sevilla. Estas charlas eran tan dislocadas como pintorescas, y tan poco dignas de confianza como divertidas. Si no andaluz de nacimiento, lo era por temperamento. Como director de circo era soberbio. En los primeros días de la guerra, sus charlas de fanfarrón optimismo sobre victorias imaginadas fueron tan provechosas como una victoria en el campo de batalla. Durante diez y ocho meses pronunció una charla todas las noches sobre las ‘noticias’ con un descaro soldadesco, burlándose de los republicanos con la pintoresca fraseología de las pescaderas y ridiculizando a Pasionaria con el obsceno humor de los cuarteles. Hablaba tan estropajosamente, que los leales le denominaron El borracho de Sevilla. Y cuando el general lanzaba sus fieras afirmaciones, lo coreaban con gritos de ¡Viva el vino! Pero con el tiempo había de convertirse en una espina en el costado del más vanidoso caballero del ejército en Salamanca, y fue silenciado»4.

1 Bowers, C-G: Misión en España. 1933-1939. En el umbral de la Segunda guerra mundial. Ed. Grijalbo, México, 1955, p. 229.

2 Ibi, p. 231.

3 Ibi, p. 355.

4 Ibi, pp. 343-344.