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COVID19: Teseo y los cazadores de murciélagos - Sergio Barbero Briones

Érase una vez un reino-fortaleza, cuyo rey se llamaba Minos, rodeado por un frondoso robledal. Minos anhelaba el máximo esplendor para su reino por lo que, adorador del oro como era, ordenó construir un majestuoso palacio en la acrópolis de la fortaleza. Cada siete años ampliaba su ostentoso alcázar, para lo cual mandaba talar catorce añejos ejemplares del oscuro robledal. Minos había engendrado siete hijos, cuyos espíritus, ardientes por las fábulas de héroes míticos, desfogaban su ímpetu dedicándose a la caza. En una de aquellas aciagas cacerías, los siete infantes llegaron hasta una oscura cueva, donde dieron caza a catorce murciélagos, comedores de fruta. La diosa Artemisa, señora de aquellos parajes, al ver cómo los vástagos de Minos cercenaban la vida de sus criaturas, entró en cólera y decidió vengar la afrenta, para lo cual suplicó a Zeus venganza.

El amontonador de nubes escuchó a la diosa arquera y concibió un gélido monstruo, invisible a la mirada humana. Sólo tornaba visible a los ojos de su víctima cuando su mano heladora atravesaba sus agarrotados pulmones. Entonces, en el último hálito de vida, unos negros ojos se dejaban entrever tras una mirada vidriosa. El monstruo penetró en el reino a través del humus de la tierra, cundiendo el pánico entre los acongojados súbitos del rey Minos. Éste recurrió al dios de la guerra para confinar a aquel invisible monstruo en un laberinto, ideado por el taimado Dédalos. Era imposible salir del laberinto, pero Marte, temeroso de Zeus, obligó a Minos a que, cada siete días, siete ancianos y siete ancianas saciasen el apetito de la voraz bestia. Aquello la mantendría confinada. Minos ordenó a sus infantes que en cada ocasión eligiesen a las víctimas de la hecatombe. Así fue durante veintiún días, hasta que Teseo, hijo de Asclepio, el dios de la sanación, conmovido por tanta sangre derramada, decidió ofrecer su ayuda para combatir a la bestia. Acudió al reino de Minos, con su tienda de piel de camello, y pidió ser introducido en el laberinto.

Ariadna, la única hija de Minos, oyó conmovida hablar del heroico gesto de Teseo, sentada bajo la sombra de un granado. Decidida, se acercó hasta la tienda de Teseo, una noche de bruma, y le susurró al oído: «Tu voluntad no servirá de nada sin conocimiento», a lo que Teseo respondió: «¿Acaso tú sabes cómo derrotar al monstruo?». Ariadna le volvió a susurrar, esta vez en el otro oído: «No, pero al menos te diré cómo eludir su ira. Toma esta madeja y vete soltando hilo durante todo el tiempo que te internes dentro del laberinto; después sabrás volver». Teseo recogió agradecido la ofrenda de Ariadna, y al día siguiente, día de sacrificio, sustituyó a uno de los ancianos en la entrada del laberinto.

No pasó mucho tiempo dentro del laberinto hasta que Teseo sintió un golpe helado que lo inmovilizó, iniciándose una lucha feroz entre bestia y hombre que duró catorce días. El primero día un aguijón de hielo atravesó el corazón de Teseo; el segundo, las llamas le quemaban los ojos, durando la quemazón otros siete días. Al fin, el último día, consiguió descubrir el secreto de la bestia. Su victoria era posible por el temor y temblor que provocaba en sus víctimas. Teseo descubrió que el coraje y el hilo de Ariadna inmunizaba a aquellos que quisiesen enfrentarse a la bestia. Teseo salió del laberinto y anunció a todos el secreto. Así que, poco a poco, fue aumentando el número de ancianos que, encerrados en el laberinto, sobrevivían al ataque de la bestia. Hasta que un día el engendro de Artemisa acabo diluyéndose en su propia invisibilidad.

Pasaron catorce veces catorce lunas llenas, y los súbditos del reino de Minos olvidaron a aquel frío monstruo; los cazadores de murciélagos volvieron al bosque, mientras Ariadna, a la sombra de un granado, seguía hilando un nuevo ovillo de incierta esperanza…