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¿Amaos los unos a los otros, o mataos los unos a los otros? - Carlos Díaz

El Mahabharata, el mayor poema de la India, consta de cien mil versos dobles o slocas divididas en dieciocho partes o libros, equivalente a ocho veces la Ilíada y la Odisea juntas, una pequeñez si se compara con todos mis libros, encuadernados con tela barata (véase su proximidad con el Mahabharata) y sedentes frente a mi escritorio en el humilde despacho en que despacho mi vida. Un día de estos me encaramo a la escalera y con la cinta métrica enrollada a mi cabeza calculo el número de veces en que mis (s)obras completas aventajan al Mahabharata, el cual, y por compensación, eleva a la enésima potencia la cantidad de batallas y la brutalidad bélica con la que afortunadamente no se pueden comparar mis escritos, los cuales únicamente disparan salvas de fogueo verbal a veces crueles. En cualquier caso, la última profesión que yo hubiera elegido fuere la de las armas, y no estoy tan seguro de no preferir la muerte antes que quitar la vida a otros con ellas. Al fin y al cabo, la sustancia gris de la guerra es hoy el turbio petróleo, para cuya extracción se precisa fuego, para cuya distribución fuego, y para cuyo consumo fuego.

De los famosos cuatro elementos que componían la realidad según los filósofos presocráticos, el fuego ha devorado a sus tres compañeros restantes, la tierra (desertizada), el agua (envenenada), y el aire (contaminado). Por eso tal vez una de las definiciones menos disparatadas del así llamado ser humano podría ser la de animal cañorero primero, y carroñero después. Desde bien tempranito tenemos al respecto un insuperable curriculum en cuanto a crímenes perpetrados. En la Biblia, Abel –segundo hijo de Adán/Eva– padeció el primer cañonazo de su hermano Caín, después de lo cual se hacía el loco respondiendo a la pregunta «¿dónde está tu hermano?» con un «no sé, ¿soy yo acaso el guardián de mi hermano?» Y el Mahabharata, escrito también varios siglos antes de Cristo, dedica todas sus páginas a desarrollar la relación fratricida y cainita entre las dos castas rivales de aquella época, los Kurus y los Pandavas, por la posesión del reino de Hastinapura, librándose la batalla final en el famoso campo de Kurukserra o Kukurrukúpaloma ya no me llores. La vida, campo de batalla de suras contra a/suras, y lo peor es que muchas de las batallas entre ambos han tenido lugar en los altos cielos, ahí te quiero ver, ¡cómo serán los bajos (me refiero a los cielos bajos)!

Una de las diferencias básicas entre esta magna obra hindú y la del Dios judío (a quien también se le contamina en el Antiguo Testamento con dosis de violencia inexplicables), es que Yahvé se arrepiente a la vista de lo visto: «Vio Yahvé que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos de su corazón sólo era de continuo el mal; y se arrepintió Yahvé de haber hecho al hombre en la tierra y le dolió en su corazón. Por eso dijo Yahvé: “Borraré de la faz de la tierra a los hombres que he creado, desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptil y las aves del cielo, pues me arrepiento de haberles hecho”. Pero Noé halló gracia a los ojos de Yahvé» (Gn 6, 17, 1-7). Y se arrepiente por dos veces, la segunda ante Moisés.

Como he pasado la mayor parte de mi vida estudiando historia comparada de las religiones, puedo asegurar que el ser humano que ellas nos presentan deja mucho que desear. Desafortunadamente los ateos del paraíso en la tierra no enmendaron la plana a las religiones, pues no fue pequeña chapuza la de intentar sustituir el Cielo del cielo por el cielo en la tierra devenida archipiélago Gulag, aunque no hayan faltado bobos de Coria interesados con formato poético ripioso en situar el amor en la Luna lunática del Partido Comunista. Afortunadamente yo no magnifico al hombre, pero trabajo por hacerle crecer y –primero por la senda de la Constitución– nada me importa que por ello me califiquen de pesimista, e incluso de Foreign Terrorist Fighter, no sé qué es peor.

El Dwapara hindú afirma que desde tiempo inmemorial la Tierra atraviesa un ciclo repetitivo de cuatro eras o yugas. Durante la satyuga el dharma se halla firmemente establecido en los corazones de todos los hombres, pero luego, durante el curso de tretayuga y dwapara, se abre paso la injusticia y esa degradación progresiva concluye con la kaliyuga, en que el hombre queda sumido en la total degradación, víctima de todo tipo de deseos materiales debido al desconocimiento de su propia identidad. En Occidente a semejante devenir lo hemos venido llamando Progreso. El bobo de Coria empreñó a su madre y a sus hermanas y preguntaba si era pecado. Y así estamos como estamos, o como estemos.