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Reflexiones desde un punto de vista personalista comunitario.
«Los libros sublimes de la filosofía se han escrito para algunos sabios; al género humano le hace falta una filosofía, semejante a la par que diferente; esta filosofía es la religión, y esta religión, tal y como es de desear y como se la necesita, es el Evangelio». La primera en la frente, ya salió el toro del redil, y pronto embiste: «Los derechos y los poderes de la religión no son sino los derechos y los poderes del sacerdocio que la representa». Y esto no es un texto del libro judío Levítico, sino del Boletín Eclesiástico de Vitoria retomado por el Boletín Oficial de la Diócesis de Oviedo y reproducido en catarata1. Aunque discrepe del todo, no seré yo quien niegue que el polisilogismo es perfecto, en cualquier caso: la filosofía no sirve; sólo sirve si sirve a la religión; y esta sólo sirve si está levíticamente administrada por su clero; luego sólo el clero sirve. Sean, pues, todas las universidades cenobios, y todos los cenobios universidades. Y biba la cristiandad, y biban los quintos de mi pueblo.
Pues bien, Don Paulino Souto, a la sazón Gobernador de la provincia de Asturias, se presenta engalanado en la catedral de Oviedo el 25 de julio de 1866 en el Acto solemne en honor a Santiago Apóstol, y perora como sigue: «Recibid, Apóstol Santo, la ofrenda que por mi mano os rinde llena de cristiana piedad mi Augusta Reina Doña Isabel II, de la católica estirpe de los Recaredos, Alfonsos y Fernandos, que felizmente rige los destinos de la Nación Española»2. A cuyo florilegio responde complacido y complaciente el Excmo Sr. Cardenal Arzobispo de Oviedo: «Siento un vivo placer al recibir la piadosa ofrenda que por el digno conducto de V.S. hace hoy S.M. la Reina Católica Isabel II al Glorioso Patrono de España». Qué bonito.
En los primeros siglos la Iglesia celebraba anualmente la misa sobre la tumba de cada mártir. Con el tiempo, como el número de mártires llegó a ser tan crecido, fue precisa una fiesta para honorarlos a todos conjuntamente. Ante los emperadores anticristianos, fueron tantos los que se autoacusaban, que no había cárceles para ellos, por lo que los césares determinaban su libertad. Y muchas de las profesiones indignas dejaron de ser realizadas por los primeros cristianos, por lo que casi desaparecieron.
«El Párroco tiene que habérselas con los hombres, es necesario que los conozca; corrige las pasiones humanas, preciso es que tenga una mano delicada y suave, llena de prudencia y mesura. Estando en el círculo de sus atribuciones las faltas, los arrepentimientos, las miserias, las necesidades y pobrezas de la humanidad debe tener el corazón abundante de tolerancia, de misericordia, de mansedumbre, de compasión, de caridad y de perdón. Su puerta debe estar abierta a todas horas para el que le vaya a despertar; su lámpara siempre encendida y su bastón siempre en la mano. No debe distinguir ni estaciones, ni contagio, ni distancias, ni sol, ni nieves, en tratándose de llevar el bálsamo al herido, el perdón al culpable, o Dios al moribundo. No debe haber delante de él, como delante de Dios, rico ni pobre, pequeño ni grande, sino hombres, esto es, hermanos de miserias y de esperanzas.
»El Párroco tiene relaciones administrativas de muchas clases con el Gobierno y con la autoridad municipal. Sus relaciones con el Gobierno son sencillas: le debe lo que todo ciudadano, ni más ni menos: obediencia, sumisión y respetos a sus determinaciones y mandatos. No debe apasionarse ni en pro ni en contra de las formas o de los jefes de aquí abajo: las formas se modifican, los poderes cambian de nombres y de manos; los hombres se precipitan alternativamente en el poder, cosas humanas, pasajeras y fugitivas.
La duda es parte constituyente de la persona racional. Hoy, como siempre, la duda nos rodea, dudamos de todo y de todos. Se ha creado un caldo de cultivo permanente; tenemos razones para dudar ante tanto engaño, tanta promesa incumplida, ante tanta infidelidad, traición de personas en las que habíamos puesto nuestra confianza, etc.
En la Iglesia, en la comunidad, sucede algo parecido. Se caen las expectativas mal fundadas, se tienen ideas preconcebidas de la Iglesia y de la comunidad, llega el fracaso, no se ve futuro, no creo en lo que hago, ni en lo que hacen los demás, todo es negativo, y se termina abandonando. Y razono y digo: ‘es imposible’ –pues claro–, ‘así que ahí te quedas, Jesús’, ‘ahí te quedas, Iglesia’, ‘ahí te quedas, comunidad’, ‘me voy, adiós’.
Por aquí pasó primero Jesús, pero Dios lo resucitó. Estamos ante la gran paradoja de la fe cristiana: la crucifixión, que es la expresión máxima del deshonor convertida por Dios en ocasión de gloria.
Camilo Berneri a Federica Montseny, anarquista convertida en ministra de la segunda república española: «En el discurso del tres de enero tú decías: “Los anarquistas han entrado en el gobierno para impedir que la revolución se desviase y para continuarla más allá de la guerra, y también para oponerse a toda eventual tentativa dictatorial, sea cual sea”. Y bien, compañera, en abril, después de tres meses de experiencia colaboracionista, estamos en una situación en la cual suceden graves hechos y se anuncian otros peores… Es hora de darse cuenta de si los anarquistas estamos en el gobierno para hacer de vestales a un fuego, casi extinguido, o bien sin estamos para servir de gorro frigio a politicastros que flirtean con el enemigo»1. En efecto, ningún anarquista está por encima de la tentación del poder corruptor, por mucho que se crea la divina garza envuelta en huevo. La revolución está en la calle, no en la poltrona, aunque ello sea incómodo y a veces indeseable cuando los efectos son sangrientos. ¿No habría otro modo de comprometerse en la lucha?
Precisamente el martes 13 de diciembre de 1933, «en Ábalos, a las cuatro de la mañana del sábado, se oyeron en las calles voces de que se había proclamado el comunismo libertario y varios disparos. Los grupos de revoltosos se dirigieron a casa del secretario del Ayuntamiento disparando varias veces sobre la fachada y rompiendo algunos cristales. Los revoltosos, después coger cinco carneros del marqués de Legarda, desaparecieron, al parecer con dirección a San Felices, y luego al castillo de San León. En Briones la camioneta de Laredo que surtía de pescados a varios pueblos riojanos y a alguna pescadería de la capital fue detenida por el Comité revolucionario a hacer entrega de parte del pescado por valor de 500 pesetas, a la vez que indicaba que había sido declarado el comunismo en toda España. En San Asensio, en distintos lugares del pueblo se leyó un bando en el que se decía que, implantado el comunismo libertario, se verificaría el reparto de propiedades y objetos cuando se hiciera de día. Penetraron también en el Ayuntamiento, donde, apoderándose de cuantos documentos existían en el archivo, hicieron una hoguera, salvándose únicamente la Enciclopedia Espasa. En Arnedo los primeros madrugadores pudieron ver que ondeaba en la Casa Consistorial la bandera roja y negra, y leer algunos pasquines en los que la CNT solicitaba la ayuda del elemento trabajador y declaraba el estado revolucionario en toda España»2.
En España jamás fraguó el laborismo, y apenas hubo laboristas de espíritu libertario, a pesar de intentos muy minoritarios: «No existe en nuestro país una construcción similar al laborismo británico y su íntima relación con los sindicatos. Tras diferentes vaivenes el Partido Laborista constituyó para las primeras elecciones democráticas después de Franco la Federación Laborista, que se formó a raíz de la reunión de partidos no alineados, celebrada en abril de 1977», siendo elegido Antonio Colomer secretario general del Partido Laborista: «La situación económica del Partido y la Federación Laborista se expresa de forma muy transparente en la respuesta que le di el 4 de mayo de 1978 al Registro de Asociaciones Políticas a petición del Tribunal de Cuentas del Reino: “Le comunico que el Partido laborista español no posee bienes muebles ni inmuebles de ningún tipo, no dispone tampoco de ningún ingreso y en cuanto a los pequeños gastos que los cuadros realizan, corren de su propia cuenta”». Resultado, el predecible: «Los tejemanejes y miserias de las negociaciones políticas, donde se ponía de manifiesto lo peor de la condición humana y la floración de todas las ambiciones y codicias, a la vez que la idea del bien común estaba desvanecida, fueron probablemente los argumentos decisivos para abandonar la actividad política y centrarme en la vida universitaria y en las tareas de cooperación solidaria, razón por la cual ese mismo año 1978 fundé el INAUCO»1.
Nada de eso impidió sin embargo a este Quijote del ideal, a este ulisiaco argonario, Antonio Colomer, continuar luchando: «Algún buen amigo ha dicho que sólo me esfuerzo y lucho por las causas sociales perdidas o en trance de perder, apunta nuestro autor». Ese amigo, quienquiera que sea, conoce en cualquier caso muy bien el síndrome de perdedor de Antonio Colomer, uno de esos personajes españoles apenas reconocido en comparación con su magna aportación al bien común en España y en Latinoamérica. Colomer, amigo querido y admirado desde hace cuarenta años, catedrático universitario ya jubilado, autor de libros, editor de revistas, creador de instituciones innúmeras, conferenciante mundial de docta y fluida palabra, laureadísimo y respetadísimo también en Latinoamérica, es un gran señor, un hombre bueno en el buen sentido, y un hombre sabio, de prodigiosa memoria, brillante inteligencia y férrea voluntad que ya desde su etapa universitaria buscó arrimar el hombro en favor de todo lo noble, la pura kalokagathía griega, un privilegio para la entera sociedad.
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