Reflexiones desde un punto de vista personalista comunitario.

Sabrán ustedes, porque se ha convertido en la comidilla de todos los chats, que a la poderosa Rosa María Mateo, presidenta de Radio Televisión Española, se le escapó en el Senado el día 26/05/2020 el gazapo «Radio Televisión Espantosa», supongo que para referirse a la Radio Televisión Española que ella lidera a su manera, aunque inmediatamente carraspeó y siguió adelante como si tal cosa, ay, si Don Sigmund levantara la cabeza… Pero yo no estoy aquí para cultivar la gordofobia, es decir, el horror a quienes me caen gordos, porque además lanzaría piedras contra mi pobre tejado.

Lo que hoy vengo a decirles es que no he chateado ni una sola vez en mi vida. Mis chats nunca existieron; ni siquiera cuando chatear consistía trasantaño en irse a tomar unos vinitos, chatos porque eran cortos. No recuerdo haber entrado nunca a ningún bar hasta los diecinueve años, y la primera cerveza me la tomé con mi padre en un local público, lo cual significó para mí una experiencia fantástica. Y si tal me ocurría entonces, mucho menos me entrego ahora a ese frenético chateo o choteo con manos nerviosas, que tanta pérdida de identidad y tanta dependencia conlleva, más que el alcohol. Chatea quien necesita comunicarse, pero compulsivamente, por lo cual ya no chatea, ha devenido un adicto, un chateópta.

Tengo gran amor por la historia de las clases trabajadoras, sobre la cual –como era de temer– he escrito lo que no está escrito, gruesos volúmenes que son como las venas de mi sistema circulatorio. Históricamente la burguesía va unida a la propiedad privada de los medios de producción, a diferencia del proletariado que solamente posee su propia fuerza de trabajo. Por tanto, y sin ánimo de ofender, la burguesía y sus apologetas acumulan su riqueza a costa de la debida a los trabajadores.

Según los actuales burgueses eso ya pasó, pero la realidad dice que muchos trabajadores siguen siendo tanto más pobres cuanto más trabajan, son pobres por no ser más que trabajadores. A la burguesía hoy estratificada, aunque ya no forma un bloque, pertenecen banqueros, políticos, funcionarios, ejecutivos de alto standing, especuladores, etc. Lo peor es que el virus burgués se ha metido en los pulmones sociales y su contagio es letal e interminable. Con honrosas excepciones, hasta los pobres quieren hoy ser ricos de la única forma que ello es posible, que no es precisamente trabajando, sino empobreciendo. Hoy todos respiramos y tosemos parecidos virus burgueses, aunque tengamos la boca tapada, de ahí la derrota del proletariado, palabra que ya nadie quiere ver ni en pintura, olvidadas las causas de las grandes penas y penosidades de los explotados, frente al jolgorio y las risitas de los cabezas de chorlito cuyo lema es: yo nada vi, yo nada oí, yo nada puedo hacer. Pero sí, Borjamari burgués, tú la mamaste, tú la mataste, Burt Lancaster.

Que los seres humanos somos mutadizos y proteicos lo han venido enseñando todas las religiones.

Primero fue el Adam Kadmon (en hebreo: אדמ קדמון), el Hombre del antes: antes de sus hechos de antaño. Antes de cometer el pecado, es decir, antes de su primera y horrible metamorfosis, Adam era el ‘hombre primordial’, el ‘hombre original’, la síntesis del Árbol de la vida, según la Cábala luriana. En su forma plural, en hebreo kadmoniot, significa ‘todas las generaciones’ desde el comienzo de la existencia de la creación.

Pero este megántropo (a no confundir con el macántropo, mi apelativo cariñoso para Juan Luis Ruiz de la Peña) quiso cambiar del formato edénico con el cual fuera diseñado, y mutó y fue desterrado, o transterrado, ya que su muda conllevó también la de su cuerpo ecológico, la adama (אדמה), la tierra: «Entonces el Señor Dios formó al hombre (adam- אָדָם) del polvo de la tierra (adama: אדמה), sopló en su nariz aliento de vida y fue el hombre un ser viviente»1.

En toda obra literaria, bien sea una representación teatral o una novela en forma de historia o relato, siempre aparecen unos actores sobre los que se focalizan los acontecimientos que van teniendo lugar, a los que denominamos personajes. Los hay con aspecto de personas o no, según el papel que tengan que representar. Por lo tanto, el personaje siempre es una realidad de ficción.

Para que el personaje cobre trazas de realidad precisa de algo que sea creador de realidad. Precias de la persona, precias de su palabra. Todo personaje tiene tras de sí a la persona que le presta su palabra.

También precisa diferenciarse de la fisionomía de la persona que le presta su palabra para adquirir personalidad propia, aunque lo correcto sería decir personajeidad propia.

En un principio la persona que interpretaba un personaje se cubría la cara con una máscara para cobrar mayor realismo, dándose el caso de que una misma persona podía interpretar varios personajes usando varias máscaras. Varios personajes, pero la misma persona.

Isis recibe de Hermes el pensamiento universal, las siguientes enseñanzas iniciáticas que transmite a su hijo Horus: «Los humanos arrancarán las raíces de las plantas, estudiarán las propiedades de los jugos naturales, observarán la naturaleza de las piedras, practicarán la disección no sólo en los animales, sino en su misma especie, inquiriendo cómo han sido formados. Extenderán sus manos audaces hasta los mares, pasarán de una costa a otra buscándose entre sí. Perseguirán los secretos íntimos de la Naturaleza hasta las alturas y querrán estudiar los movimientos celestes. Más aún; cuando hayan llegado al punto extremo de la Tierra, querrán alcanzar los confines mismos de la Noche. Si no hallan obstáculos, si viven exentos de pena, al abrigo de todo temor y deseo, querrán extender su poder sobre los Elementos. ¿Hasta dónde puede llegar su fuerza, armados de una audacia indiscreta? ¿Acaso sus almas, exentas de temor, no les conducirán hasta los mismos astros? Por ello, haz que la inquietud penetre en sus proyectos, de modo que hayan de temer los pesares del fracaso; haz que el mordisco del dolor acompañe sus fallidas esperanzas. Que sus almas sean presa de diversos proyectos, de insatisfechos anhelos, de deseos que en ocasiones podrán ser alcanzados y a veces no, con el fin de que la dulzura de lo conseguido les conduzca a la dolorosa experiencia de males mayores. Que la fiebre les consuma como castigo de sus concupiscencias. ¿Sufres, querido Horus, escuchando todo cuanto expone tu madre?, ¿acaso no sientes asombro y estupor ante el peso de miserias que se abate sobre la pobre humanidad? Pues aún no te he contado lo peor…»1.

El doctor en filosofía y en lenguas clásicas, el alemán Carlos Marx, fue atacado vesánicamente por quienes no le leyeron, generalmente le tenían pavor porque primero iba a fusilar a dios y luego les iba a quitar la boñiga de la vaca y la cuenta corriente. Sin embargo, el propio Marx estaba siempre económicamente a dos velas, no obtuvo salario funcionarial ni burocrático, y tuvo muchas dificultades para sobrevivir: sólo el apoyo del empresario y fiel discípulo Federico Engels evitaba la muerte por inanición de la familia Marx, tantos años en el exilio y la persecución. A cambio, el doctor Marx hacía la vista gorda amparando y adosando a su materialismo histórico aquellas bobadas doctrinarias de Engels tales como el histérico materialismo dialéctico, por no hablar de otros asuntos más personales y delicados.

Aunque parezca mucho decir, he tenido la suerte de estudiar y traducir a ambos como para afirmar que, si bien Carlos Marx no era de la talla intelectual de Hegel, no le iba mucho a la zaga, sin hipérbole; fue una de las cabezas privilegiadas mayores de Europa y con absoluta libertad y sin ninguna dependencia fáctica de nadie, y con enorme arrojo, abrió camino a una nueva teoría social para un mundo supuestamente mejor, el marxismo, pronto devaluada y casi muerta en su ortodoxia, y luego podrida y desfigurada en su deriva heterodoxa, la socialdemocracia1.

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