Reflexiones desde un punto de vista personalista comunitario.

Aseguraba el poeta Novalis que la vida es una enfermedad del espíritu, y Rimbaud añadía que la verdadera vida está ausente, que no estamos en el mundo. A estos idealistas metafísicos lo que les ocurre es que no quieren vivir, y en todo caso jamás reconocerán que cuando se lleva una mala vida también enferma el espíritu, que se vuelve malo. Quien separa materia y espíritu está un poco bebido, o peor, abducido. Echarle la culpa al espíritu es la mala canción de los enfermos de la carne, como si la carne no fuese también espíritu, digo carne y no meramente cuerpo. Esta gente quiere su propia biografía de la eternidad antes de haber pasado por sus propios infiernos, lo cual constituye una pretensión tan pálida y tan extra-vagante como fantasmal. El así llamado idealismo confunde las ideas con las idealidades y se especializa en fabricar nubes de humo. Como si la mayor gloria para Dios fuese la de haber absuelto del mundo a sus criaturas. También yo quiero morir del todo: quiero morir con este compañero tan pegadizo que es mi cuerpo. Cultiven el cuerpo, no lo echen a los cerdos, y podrán aspirar a la condición de ángeles, no a la de arcángel, porque entonces se verán obligados a blandir sus espadas flamígeras a fin de defender su pretendida superioridad evitando que entren al jardín del Edén los pobres pecadores.

Este conocido soneto envió don Francisco de Quevedo y Villegas desde su reclusión en la Torre de Juan Abad: «Retirado en la paz de estos desiertos, / Con pocos, pero doctos, libros juntos, / Vivo en conversación con los difuntos / Y escucho con mis ojos a los muertos». También Nathaniel Hawthorne se pasaba los días escribiendo cuentos fantásticos; a la hora del crepúsculo de la tarde, salía a caminar. Este furtivo régimen de vida duró doce años. En 1837 le escribe a Longfellow: «Me he recluido sin el menor propósito de hacerlo, me he encerrado en un calabozo, y ahora ya no doy con la llave, y aunque estuviera abierta la puerta, casi me daría miedo salir». Aquel hombre de Kafka, en fin, pide ser admitido a la ley. El guardián de la primera puerta le dice que dentro hay muchas otras y que no hay sala que no esté custodiada por un guardián, cada uno más fuerte que el anterior. El hombre se sienta a esperar. Pasan los días y los años, y el hombre muere. En la agonía pregunta: ¿será posible que durante los años que he esperado nadie haya querido entrar sino yo? El guardián le responde: «Nadie ha querido entrar, porque a ti solo estaba designada esta puerta. Ahora voy a cerrarla».

La inmensa producción de violencia inútil, parte importante del sufrimiento global, representa cuando menos una ofensa al pudor. A Primo Levi, como a un animal destinado al matadero, se le tatuó en la cara externa del brazo el número 174.517, a los hombres se les tatuaba en la cara externa del brazo y a las mujeres en la cara interna. Hundertvier und siebzigtausend fünf hundert siebzehn. Esa era la nueva y definitiva identidad en Auschwitz, pues los números no se volvían a asignar tras la muerte o el traslado de su portador, pues indicaban a primera vista la fecha de llegada al campo, a diferencia de lo que ocurría en otros campos de concentración.

En el año 1890 Lucas Mallada, regeneracionista de la dura generación del 98, fue uno de los pocos que, por su condición de ingeniero de minas, conocía muy bien lo que parecía poder esperarse del árido suelo español si no se acometían urgentes reformas, pero además sabía muy bien cómo era el desnutrido paisanaje moral de los carpetovetónicos: «En el extranjero en seguida se conoce a un español por su exterior antes de que pronuncie una palabra; entre nosotros, cuando encontramos a un extranjero, ¿en qué conocemos que lo es? Lo conocemos por su mayor estatura, por su rostro más sonrosado, por su mayor corpulencia, o por los tres caracteres reunidos. No será de semblante enjuto, atezado y verdoso, como el que muchos españoles tenemos, ni corresponderá en general a esa talla diminuta, a ese reducido volumen, tan común entre nosotros»1. Su obra Los males de la patria no deja títere con cabeza. Yo mismo, especialmente en los aeropuertos de multitudes abigarradas de Europa, como Holanda, o de USA, cada español me parece un desgreñado sucio, un procaz blasfemo y con aspecto de niñato posmoderno, así que nunca trato con españoles, lo que me descansa bastante. Por otra parte, no me da ni frío ni calor el tamaño de los ciudadanos más pequeños de Centroamérica, ni siento que mis cañones o mis cerillas sean más grandes que los de Portugal. Eso sí, lo que viene primo intuitu a mí en casi todos los lugares es el mismo vaciamiento antropológico.

Por no remontarnos demasiado en el tiempo, Meléndez Valdés escribió en 1790 sus Discursos forenses; Serafín Álvarez en 1873 El credo de una religión nueva; Lucas Mallada en 1890 Los males de la patria; Juan de Olavarría en 1834 una Memoria dirigida a S.M. sobre el medio de mejorar la condición física y moral del pueblo español; Tomás Giménez Valdivieso en el 1909 El atraso de España, libros publicados por la Fundación Banco Exterior al final de la década de los ochenta, y que me fueron regalados por mi querido amigo José Ángel Moreno, siempre maestro. Los autores citados podrían ser calificados de regeneracionistas, utópicos, habiendo entre ellos una mayoría de anticatólicos y una radicalidad crítica de distinto grado, aunque con la ingenuidad de dirigir sus escritos a los monarcas responsables del atraso y de la degeneración mismas. Más o menos, gente ilustrada, y algunos de ellos en el poder o en la periferia, donde las batallas son más duras que en ninguna parte.

La primera novela de Unamuno fue Paz en la guerra, publicada en 1897, y a las alturas del 2020, después de haber leído todas y cada una de las suyas, en más de una cosa soy su sombra, asombrado además por tantas coincidencias y solicitaciones de la vida. Siendo don Miguel de Unamuno y don Carlos de Díaz tan raros, nada de raro tiene esta rareza. Al presentarnos a Pedro Antonio Iturriondo, el chocolatero, antiguo soldado de la primera guerra carlista, dice: «En la monotonía de su vida, gozaba Pedro Antonio de la novedad de cada minuto, del deleite de hacer todos los días las mismas cosas y de la plenitud de su limitación. Perdíase en la sombra, pasaba inadvertido disfrutando dentro de su pelleja, como el pez en el agua, la íntima intensidad de una vida de trabajo, oscura y silenciosa, en la realidad de sí mismo, y no en la apariencia de los demás. Fluía su existencia como corriente de río manso, con rumor no oído, y de que no se daría cuenta hasta que se interrumpiera». Supongo que en esta conceptualización de don Miguel no tendría poco que ver lo que su adorado Soren Kierkegaard (igualmente adorado por mí) denominaba repetición, excelente categoría existencial tan desaparecida en combate en nuestros días, donde la gente, aburriéndose por la repetición de lo cotidiano, se aburre buscando sin ser de ello consciente otra repetición, la repetición de novedades.

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