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Esta puta guerra, con permiso de Putín – Carlos Díaz

Tenía yo doce años, estudiaba tercero de bachillerato en el instituto de Puertollano (Ciudad Real), llevaba pantalones cortos, y era más inocente que el niño protagonista de la película Marcelino pan y vino, estrenada premonitoriamente con gran conmoción lacrimal en 1955. Lágrimas de pureza, que dieron paso a lágrimas de horror cuando el director del centro, don Tomás García de la Santa, catedrático de latín, llorando desconsoladamente, nos sacó a todos al pequeño patio de recreo, con su camisa azul falangista, color neto, entero, varonil y proletario, para informarnos en octubre de 1956 de que el Ejército rojo acababa de aplastar brutalmente la revolución antisoviética húngara, cuyos líderes fueron luego ejecutados. Lo recuerdo vívidamente. El comunismo era la madre de todos los hijos de puta que se escondían detrás del odioso telón de acero. Y, contra comunismo, cristiandad y rosario del padre Peyton: familia que reza unida permanece unida. Eran otros fervores.

Como si se tratara de una mala versión del samsara hindú, la historia se repite sustancialmente en 2022, casi con precisión milimétrica. El presidente de Hungría, János Áder, lo recuerda hoy: “Hungría condena muy decididamente el ataque ruso contra Ucrania. Este ataque es uno de los peores en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Hungría vivió en 1956 algo parecido”. Ahora el brazo ejecutivo de esta nueva tragedia es el de Vladímir Putin, el presidente de Rusia, que pasó de fontanero de la KGB a zar sanguinario y desequilibrado de todas las Rusias y que ha perdido el pie de la realidad. Ya no lo hace en nombre del comunismo, sino de sí mismo y de su pueblo, pueblo que es una prolongación ectoplasmática de sí mismo. Siglos después huele a zarismo, a zarismo-populismo, es decir, a fascismo. Después de haber sido fusilada, también retorna la cabeza coronada del zar. No hay quien corte la cabeza de la hidra cuyas metamorfosis se agrandan y multiplican.

No era el marxismo contra el occidente ni siquiera entonces; el comunismo ha desaparecido de Rusia, y Putin se muestra ante las cámaras con luces y taquígrafos cual cristiano ortodoxo en las ceremonias públicas como no podía ser menos: es un verdadero pope, el zar de todos los popes, que popa incensando votivamente a la guerra. Ahora resulta que no era el cristianismo frente al comunismo, sino el poder contra el poder, Kramer contra Kramer. ¡Y a ver quién la tiene más larga en el reino del poder cuyas metástasis echan a perder a cualquier Partido Popular con sus líderes a la greña! Es el mismo oso con otro collar, ya sea el oso de Moscú, o el oso de Fabela, o el oso del cabeza de familia del tipo “aquí solo mis chicharrones truenan”.

¿Y la factura quién la paga? Las grandes empresas españolas dejan atrás la pandemia vírica con un beneficio récord de 53.215 millones de euros en 2021. Los bancos han ganado en ese mismo año más que todos los años de su vida, buena vida para ellos, mala muerte para los que han ido al corralón. Los pobres ponen los muertos y la rabia, y los ricos se montan en el dólar. Hasta el último momento Italia y Alemania, europeos que tienen muchos negocios con Rusia, se han estado negando a desconectar del sistema de pagos Swift, porque era como desconectarse de su propia bala de oxígeno. El dinero no tiene patria. La patria es para los tontos que aún creen en la noción de soberanía, uno de los cuentos más chinos (y no hablemos de China) que nos enseñaron en nuestras carreras de derecho a partir de Bodino, Altusio y Suárez.

¿Dónde estaban, dónde están esos dineros de Vladimiro el Putín? ¿Por qué nadie nos informa sobre su participación privada en las industrias de la guerra europeas, cuyas armas le sirven para masacrar a quien se ponga a tiro, nunca mejor dicho? El crimen perfecto: productor y consumidor de las industrias de la muerte. Porque las armas tampoco tienen patria; esas armas que destrozan a un país teóricamente libre vomitan la misma metralla, modernizada, que las de los norteamericanos invadiendo la isla de Granada con gran despliegue bélico.

Para las mentes simples, aunque tengan quince doctorados, uno de los efectos más perversos o daños colaterales de todo esto es que los amigos norteamericanos son los salvapatrias de la humanidad, bien venido eterno Mister Marshall, a ti te lo debemos. Demonizado el santo y santificado el demonio, la historia del Gatopardo continúa por muchos años. Y hale, más madera a la máquina de carbón.

No estamos en estado de guerra, somos la guerra misma, la misma mona vestida de guerra. Estos días me piden libros sobre psicología de la guerra, y recomiendo dos bastante antiguos pero no por ello deblebles: El Príncipe de Maquiavelo (a no confundir con El principito de Saint-Exupéry) y Mi lucha, de don Adolfo Hitler. Sume usted a Maquiavelo y a Hitler y obtendrá un retrato de Vladimiro Putín, debajo el cual, rascado un poco, aparecerá un Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin, y de usted mismo si se descuida. De no ser así, mande a hacer su propia pintura al óleo para tenerlo ante sí como premonitorio evitable, por si acaso.

¿Y los paganinis (a no confundir con los paganos que somos todos por nuestra carencia de amor), qué van a hacer mientras tanto los arrieros, durante y después de la masacre? Si no lo han hecho todavía, comenzarán a llorar ríos interminables de amargura, porque todavía no han temido tiempo de llorar bien. Siempre pagan los mismos. Y lo peor es que el día de los Santos Inocentes lo celebrarán los masacradores.

Desde mis 12 años de ayer a mis 77 de hoy, no tengo mucho más que añadir.

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