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Permanecer en pie, rebosar de amor – Francisco Cano

1 Adv. 2021 C Lc 21,25-28.34-36

Dios siempre busca dar esperanza, nunca atemorizar. Las imágenes terribles y severas que se nos presentan en el evangelio de Lucas, tratan de llamarnos la atención. La descripción de los sucesos cósmicos no finaliza con la destrucción total del mundo, sino con la llegada del Hijo del Hombre. Ese día no será el caos, será el día de la liberación.

¡Que la vida pasa, sin tomar casi conciencia!, hay que estar de pie, rápido para salir de la mediocridad y distinguir lo esencial de lo accidental. Es una llamada a salir de la atonía, aburrimiento y desesperanza.

La vida, y cada momento, está cargado de sentido porque la historia de los hombres no se ha detenido.

La profunda crisis de Dios, de nuestra cultura, es un llamamiento a volver a lo esencial, al centro de la fe, al Único necesario, vivido con pasión y riesgo; con humildad. La humildad nos libra de hacer de nuestra fe, fanatismo, de la esperanza, ilusión vana, y del amor, dominio.

Constatamos que no se adelanta nada echándole la culpa de nuestros males a la cultura presente. La queja permanente y el desaliento no dan respuesta y agravan los problemas. No tenemos que perder el tiempo contraponiendo la cultura laica auténtica a la sabiduría de la cruz.

La tarea propia de la espiritualidad cristiana es la del discernimiento de espíritus. Hay que volver a la fuente. Que sea lo que rebosa de nuestro corazón lo que hablen los labios.

Este combate es una forma de amor, y se traduce en respeto y ternura. Es la dulzura de quienes tienen limpia la conciencia. La raíz de este proceder surge del trato con el Dios cristiano, quien, como dice san Juan de la Cruz, mira amando y poniendo el corazón en toda miseria. Esto nos lleva a un respeto reverencial por todo lo que se muestra, en especial por todos los seres humanos, sin que caiga, debilite, o merme, en lo más mínimo, el deber profético de cada bautizado.

No nos engañemos ni engañemos a nadie: no se trata de limar las aristas del mensaje, de modo que sea más aceptable para el espíritu dominante del tiempo en el que vivimos, sino de proponerlo de tal modo que el destinatario pueda ser embargado de preocupación última, descubriendo dimensiones que creía no tener. Esto es muy difícil si el testigo no acude a la fuente para renacer cada instante, para ser fortalecido y animado en cada decepción y en cada tropiezo; ahí somos llamados a vivir en la tensión permanente de la búsqueda de la verdad, a fascinarnos literalmente por la belleza del Evangelio.

Y esta tarea compete a cada cristiano, tenga la edad que tenga, pues en cualquiera de ellas es evidente que, cada uno a su modo, es posible mostrar el fundamento en el que hemos apoyado nuestra existencia, capaz de resistir cualquier avatar agobiante de la vida, de alegrarse, de seguir hasta el final los asombrosos acontecimientos que advienen a nuestro frágil presente y de ensanchar las zonas del misterio que coinciden con lo que más importa: el amor, la libertad, la muerte, la culpa, el perdón, el sentido, el destino, Dios. (Cf. P. Rodríguez Panizo).

Sí, para todo ello tiene el cristianismo una palabra de salvación y de gracia, una invitación a responder con libertad a su ofrecimiento.

Sí, estamos en un tiempo de sordera para lo profundo, por esto hay que ayudar a creer para comprender y comprender para escuchar. ¿Qué nos pasa? Que tenemos un déficit de fe pensada.

Necesitamos una honda vida espiritual, que engloba tanto la oración como la reflexión y el amor al prójimo: O. R. A.

En la vida espiritual se engloba tanto la oración y la liturgia, como la lectura contemplativa de la realidad, el amor concreto al prójimo, el estudio y la reflexión: la teología, la exégesis bíblica, la filosofía, la literatura y las demás artes que ayudan a comprender al hombre de nuestro tiempo (Ibíd.).

“Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar a nuestra conciencia es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los sostenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras fuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cesar: “Dadles vosotros de comer” (Mc 6,37)” (EG,49).

Si tú tiras la toalla porque no hay nada que hacer, no sólo has fracasado tú, hemos fracasado todos. ¡Cuántos han tirado la toalla!

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