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Pascua 2021 – Francisco Cano

La irrupción definitiva de Dios en la historia: Jesús ha sido resucitado por el Padre.

Marcos (16,1-7) nos presenta, dentro de los diversos testimonios inconexos de las apariciones, a tres mujeres que se acercan al sepulcro; lo único que creen es que Jesús está muerto, por eso lo van a embalsamar, sencillamente un gesto de respeto hacia el cuerpo de Jesús. ¿Qué les preocupa, qué tienen en su mente? Que no tenían fuerzas para quitar la piedra del sepulcro, “quis revolvet nobis lapidem ab ostio”. A estas mujeres estas dificultades no las paralizan, el amor las mueve porque quieren embalsamar el cuerpo de un difunto; van cuando amanecía “orto ian sole”, se ponen en camino, muy temprano, y salen huyendo y temblando porque nada ha ocurrido como pensaban.

Vamos muy de negro a los sepulcros; la piedra está puesta delante, lápidas de diversos tamaños, colores y formas artísticas o rústicas, pero piedras. Muchas piedras ponemos delante, muchas dificultades que están en nuestra cabeza, es normal y real. La muerte es una realidad que se nos impone, como para pensar que tenemos que negar la evidencia, pero las cosas no van a resultar como nosotros las planteamos o pensamos. Nuestras razones pesan varias toneladas, son piedras que nos impiden acceder, en este caso, al sepulcro y necesitamos que alguien vestido de blanco nos sorprenda para decirnos: “no está aquí”. Dios sorprende, porque las cosas no son como nosotros creíamos. Y allí encontraron, dentro del sepulcro, un personaje que es clave, no tanto por su identidad, sino por el mensaje que nos va a comunicar de parte de Dios. Es tal la sorpresa que produce miedo y espanto, porque en un cementerio sólo hay silencio, silencio de muerte y mal olor.

Ante la muerte nosotros escuchamos también hoy las palabras de Jesús: “No tengáis miedo”. Necesitamos que nos saquen de nuestros sepulcros anticipados, en los que nos metemos “en vida”. Necesitamos que alguien nos indique el lugar donde pusieron a Jesús: vacío, sin cuerpo alguno. Esto no prueba nada, pero la intervención de Dios trastoca las expectativas y da paso a la fe de Pedro y su comunidad. La experiencia del encuentro con el Señor Resucitado no deja a nadie indiferente. Aleja el miedo y nos hace portadores de la experiencia del encuentro. A estas mujeres les invadió el miedo y el temblor, pero fue momentáneo, y salieron corriendo -“exeuntes, fugerunt”- a dar la Buen Noticia. Primero miedo y espanto, ahora alegría desbordante. Este encuentro les hizo, y nos hace, estar en éxodo permanente: para Cristo no hay territorios vedados.

Estamos en miedos, no sólo personales, sino colectivos, y no sólo a nivel personal o local, sino mundial: la pandemia nos está haciendo vivir en una necrópolis mundial. Las lecturas nos hablan de la impaciencia por saber lo que ha ocurrido. ¿Sólo eso? ¿O también por lo que nos sucederá? Lo cierto es que cada día surge con la luz, pero termina con la oscuridad. Pasó con la muerte de Jesús, que oscureció la tierra.

Los amigos de Jesús se quedan en la oscuridad, pero una semana nueva comienza al día siguiente. De nuevo se abre paso la luz. Es un amanecer distinto, todo termina por transmitir una vida nueva, porque el sepulcro es el paso natural hacia otra Vida. La muerte no es otra cosa que un relámpago de eternidad, y esto no cambia la vida allí, en el cielo, que no sabemos cómo será, sino que la transforma aquí, cambiando un nuevo modo de vivir y de entender la historia natural de un mundo y vida que, menos mal que se acaba, para dar inicio a otro Mundo y otra Vida.

Así es la experiencia de Pedro: “conocéis lo que sucedió en el país de los judíos…, lo mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó al tercer día…, y nos encargó predicar al pueblo”. El cambio ha sido radical: de traidor a testigo, y en Pablo de perseguidor a apóstol infatigable. ¿Qué les ha pasado? ¿Qué ha pasado? Pues que no era una ilusión religiosa, o una promesa política para quedar bien. El perdón de Dios nos ha llegado, y no nos lo podemos guardar porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo sino para salvarlo. El mundo ya no puede estar angustiado y agobiado, somos hijos y liberados.

No nos engañemos: los grandes cambios se notan en la manera de vivir. Porque nos han liberado del propio peso, de la angustia de vivir, de impotencias, de angustias existenciales, de anhelos, de fragilidades sentidas como algo tan insignificante como el virus Covid 19. Pedro y Pablo, después del encuentro con el Resucitado, viven ya desde la gratitud. Sí, esta es nuestra fe: el Dios que ha resucitado a Jesús nos resucitará a nosotros. Tenemos futuro, horizonte abierto, tenemos vida por siempre, tenemos alegría porque tenemos a un Dios que nos ama con locura y no nos deja nunca, vive en nosotros y vivimos para siempre en Él. En resumen, Pedro y Pablo apenas pueden reconocerse en lo que fueron, ni nosotros en lo que fuimos. Al menos esto es evidente, cierto, luego algo fuerte tuvo que pasar en sus vidas para darse este cambio… ¿Y nosotros qué? Porque los relatos de las apariciones son experiencia fabulosa de saberse poseedores de la solución, lo que todo el mundo durante todas las generaciones ha vivido como anhelo supremo, lo más y mejor que se puede poseer. Más motivador que todas las riquezas y poderes de este mundo. Necesitamos esta experiencia para poder vivir. El encuentro con Jesús es gradual, pasa por etapas y ambigüedades, pero, si es verdadero, el encuentro es fundamento de la fe. Seguimos a quienes tuvieron experiencia del Resucitado. Su testimonio nos une al Resucitado, pero necesitamos también nosotros tener nuestra experiencia. Sólo si el encuentro es verdadero es fundamento de la fe.

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