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Algo nuevo está a punto de comenzar - Francisco Cano

La sabiduría de Dios: “el que se aborrece a sí mismo en este mundo…”

5. Cuaresma 2021 Jn 12, 20-33

¿Es de recibo esta palabra para nuestros contemporáneos? ¿Aborrecerse no va en contra del amor a nosotros mismos, en contra de la autoestima necesaria para vivir como personas e hijos de Dios? En un mundo de narcisismo exacerbado como en el que vivimos, esta palabra suena a nuestros oídos como detestable, hiriente y, sin embargo, más necesaria que nunca. Estamos ante una declaración solemne y central de Jesús que nos explica cómo se producirá el fruto de una vida, el fruto de la vocación-misión: no se puede producir vida sin dar la propia. El egoísmo es la raíz principal de la ceguera humana que produce muerte. La vida es fruto del amor, y no brota si el amor no es pleno, si no llega al don total. Jesús afirma que la muerte es la condición para que se libere toda la energía vital que contiene (el grano caído en tierra produce mucho fruto). El fruto comienza en el mismo grano que muere. Estamos muriendo constantemente por amor, pero se puede morir y dar muerte por odio. ¿Qué frutos producirá mi muerte? La respuesta ya te la ha dado Jesús. Hoy, en el acercamiento a los alejados, a los no creyentes, a los pobres, nos hablan ya del anticipo y de una promesa de fecundidad, y ésta va a depender, no de nuestros sermones, sino de una muestra extrema de amor.

Dar la vida por amor no es una pérdida, sino su máxima ganancia; no significa frustrar la propia vida sino llevarla al éxito. El orden injusto infunde temor, éste es su arma. Quien no teme ni a la propia muerte, se desarma, es soberanamente libre y está libre para amar totalmente. El apego a la propia vida lleva al fracaso. La única línea de desarrollo para el hombre es la actividad del amor. Lo contrario sabemos dónde nos lleva: a las abdicaciones y a acabar cometiendo injusticias.

Jesús nos muestra la sabiduría ante la vida: olvidarse del propio interés y seguridad, trabajando por la vida, la dignidad, la libertad del hombre, en medio y a pesar del sistema de muerte. Por esto el mundo nos va a odiar. Jesús se declara dispuesto, en el enfrentamiento último, a dar su propia vida, y así muestra la grandeza y la fuerza de su amor, que es el de Dios mismo. Y esto nos dice que la entrega exige fe en la fecundidad del amor. ¿De qué amor hablamos?

¿Cómo miramos nuestra vida? ¿Y la de los demás? Lo más triste de este mirar a los demás es cuando lo disfrazamos de amor, llegando a utilizar a la persona o cosa amada para nuestro propio gozo. En realidad, algunos vamos por la vida atrapando, pues queremos para ser queridos. ¡Qué pena de parejas que sólo buscan esto! Están ciegos, y esta ceguera placentera, breve e inútil, transitoria, permanece hasta que se agosta, porque pone los ojos en la persona amada como un espejo donde buscamos vernos a nosotros mismos, y así nos vemos crecidos, y convertimos al otro en un instrumento; convertimos a los demás en amplificación de nuestro yo, incluso podemos creer que amamos a Dios cuando, en realidad, simplemente lo usamos, no lo amamos a Él, sino simplemente el fruto que de Él esperamos.

El egoísmo sigue siendo el origen de nuestros males, que produce, como estamos ahora viviendo en la pandemia, insatisfacción, dolor y desencanto. No sabemos disfrutar de aquello que ya tenemos, y buscamos fuera, sin buscar en lo más cercano el valor que esconde; no vemos nada más que el propio dolor, cuando tenemos el ejemplo de tantas personas a las que el sufrimiento les ha dado una sensibilidad especial para el dolor ajeno; cualquier dolor es infinitamente menos importante que el amor; frente a la desilusión, tenemos necesidad de recuperar la mirada para tener ilusiones y esperanzas que movilicen nuestras percepciones. No miremos sólo las sombras, no nos asustemos por los fracasos, y enfilemos nuestra vida hacia la vocación, y re-descubramos las oportunidades que acampan a nuestro alrededor, y optemos entre perder y conservar la vida, o entregarla por amor. En el apóstol san Juan “perder la vida” es “la hora de la glorificación del Hijo del hombre”: “el que quiera salvar (sôzein) su propia vida, la perderá”; “el que encuentre (eurein) su vida, la perderá”; “el que trata de ganar (peripoieisthai) su propia vida, la perderá (apollynai)” y en torno a conservar la vida: “el que pierda su vida por mí, la salvará; el que pierda su vida por mí, la encontrará; y quien la pierda, la recuperará”. Quien tiene apego a su vida, la pierde; y quien desprecia la propia vida en el mundo, la conserva para una vida sin término. Pues bien, el discípulo tampoco puede eludir esta ley de sufrir la muerte como condición para acceder a la vida sin término.

Es la sabiduría de Dios (de la cruz) la que hace que el hombre crezca y viva feliz. El egoísmo es la principal causa que mueve a alguien a no ver más allá de sí. En esta Palabra encontramos la necesaria experiencia para salir de las cegueras en las que nos encontramos, por ejemplo, ante la pandemia. Sin este despojarse de sí mismo, de este constante mirarnos a nosotros mismos, ponemos impedimentos para encontrarnos con los otros, para centrarnos en Dios.

La conversión nos saca del centro para poner a Jesucristo como sentido último de nuestra vida, criterio definitivo de nuestro amor a los hermanos y esperanza última de nuestro futuro. La conversión cambia nuestra mirada de manera definitiva quedando polarizada, atravesada por el amor. Es una visión mucho más universal, más dirigida al mundo de los marginados y desfavorecidos. El amor, la pérdida de uno mismo por los demás, no es una debilidad, sino una fuerza formidable, capaz de dar sentido a cada persona y transformar el mundo. “El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna”. Su destino no es el sepulcro. Su muerte será fecunda. Esta es también la enseñanza sobre el odio a la propia vida, que señala cuál es, no sólo el camino de Jesús, sino el del discípulo.

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