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Cuidar – Carlos Díaz

En la Hélade clásica de los poetas y de los cantores ser griego, más allá de la genética o la demótica, consistía sobre todo en amar los textos homéricos. Homero era para los griegos lo que (salvadas todas las distancias) Maradona fue a la “república meramente Argentina”, que dijera Borges. A Borges no le dieron finalmente el premio Nobel de literatura, como tampoco se lo concedieron, sino todo lo contrario, a Hölderlin, que creía ser un antiguo ateniense trasplantado a Alemania, luego de lo cual enloqueció y hubo de ser internado en una clínica. Este amigo y compañero de juventud de Hegel y Schelling, este alumno de Fichte y de Schiller, tras de ser declarado enfermo incurable, fue puesto en mayo de 1807 al cuidado de un ebanista de la misma ciudad, Zimmer, sustantivo neutro que curiosamente quiere decir “habitación” en alemán, entusiasta lector del Hiperión, por lo cual acogió en su casa al poeta maestro enloquecido, cuidado por la propia familia del ebanista cuando éste murió, haciéndose cargo la madre del poeta de sus gastos de manutención.

El día en que un lector aprende a amar de tal modo al autor de un libro, se lo lleva a casa para cuidarlo cuando ya los demás lo abandonan. Yo mismo, sin ir más lejos, tengo en mi casa todo un manicomio de libros propios y ajenos, a los que cuido hasta que, incapaz de mantenerlos, los regalo, liberándoles de mi tutela en favor de protutelas y curatelas mejores. Llevarse a casa al poeta loco para continuar aprendiendo de sus sombras, de sus ecos, de sus humos, de sus pausas, de sus ataques de ira y de sus tiempos de depresión significa pasar “para siempre eternamente” de la caligrafía del escribir bonito (bonulus, buenecillo, pichís pichís) a la criptografía del escribir bello (pulcrum), es decir, en condiciones de vencer a la nada de la decadencia a pesar de la pobreza, del frío, de los largos días y noches de estudio e incluso de una vida destrozada por décadas y más décadas de lo indecible que ya ni siquiera comunica. Y esto, como no podía ser menos, saliéndose del coro de los grillos que cantan a la luna porque los frillos son totalmente incapaces de sumergirse en un silencio mucho más profundo y terrible.

La esperanza de vida de las palabras no puede pensarse fuera de aquella admiración del ebanista por Hölderlin, poeta enloquecido, así como tampoco de la mía propia en mis años de juventud por aquellas márgenes del valle en que va encajonado el río Neckar a su paso por Tubinga, una de las más hermosas ciudades que puedan ser imaginadas, a cuyas callejuelas y recodos jamás regresaré.

Un loco amado da alegría con su sola presencia, incluida su inhabilidad y su ausencia de destreza para ir derecho o diestro a las cosas. Es esa misma alegría que siente quien cuida a la persona amada amnésica, que cada mañana se despierta sin recordar nada del anterior ni prever nada para el siguiente. Quien protege al poeta loco se convierte en cuerpo habitado por las palabras ya ausentes de éste; cada cuidador y cada cuidadora devuelven la vida cuanto mató a la persona cuidada, del mismo modo que -en sentido contrario- cada descuidador y cada descuidadora acaban con lo vivo de la persona a la cual algún día dijeron amar. Aun cuando los terapeutas no consiguen articular los significados del demente, no por ello se arredran, pues aún así prefieren lo maravilloso a lo verdadero, se reinventan como hermeneutas y crean nuevos símbolos para ganar la comunicación que se había perdido. Cuida mejor quien más resignifica. Resignificar es volver a dar sentido a las señales que habíamos ido perdiendo al aminorar el interés por el encuentro con la realidad. Resignificar conlleva, pues, tomar contacto con el mapa de señales, con el universo simbólico que se nos había vuelto existencialmente borroso.

Es necesario estar en comunión, vale decir, reinsertar, o mejor aún reinjertar en el árbol cansado el renuevo que habrá de fecundarlo. Injerto sin injerencia, él fertiliza el olvido reseco y lo pone a vivir en algún anaquel del corazón de tal modo que no pueda ya ser devorado por las mandíbulas de los insectos infectos del miedo, ni destruido por la humedad de la propia carcoma. Cuando esto se va logrando, el paralítico abandona sus muletas, el mudo recupera su decir, y se yergue desde la parihuela para alzarse a ser. En el mismo lugar de tus anaqueles en que se encontraba la crónica de tu muerte anunciada, he aquí que renace la crónica de tu nuevo pálpito, el paso de la amencia a la demencia, y de la demencia a la mente. Y, una vez que se vive la existencia ahora erguida, se puede en primera persona decir con la mayor humildad del mundo: “Lo que yo he hecho nunca lo hizo nadie antes”. Pues todo cuanto es verdadero deviene único, aunque pueda multiplicarse en todos y cada uno, pero lo que es falso, aun cuando ruede sobre las ruedas de una carroza mágica con lacayos de oro, no pasa de ser carne de calabaza. En esto radica la diferencia entre ser y no ser, la cuestión capital.

Bien venidos sean los fármacos que coadyuven a este renacer, pero malditas aquellas otras pócimas sin logoterapia, o sea, sin rehabilitación del logos, ese sentido de la totalidad que a su vez no es otra cosa que acogida.

Existen muchas formas tanto en el cuidar como en el descuidar, y es terrible cuando comienza a faltar un poco el oxígeno necesario para continuar acogiendo, cuando después de tantos velatorios se termina tu deseo de estar en vela y ahora te desvelas por lo contrario, a saber, porque sientes que ya no deseas seguir cuidando, y porque tu propia vida, la misma que insuflaba ayer el hálito en la boca moribunda de las demás personas –la muerte de tu antigua esperanza resucitadora- se ha ido a otra parte, incluso con descuido de tu más íntima condición: en ese momento parece que huye la logoterapia que había en la tanatoterapia. Mas ¿cuál es la diferencia entre ambas, en última determinación? Sobre su delgada arista cabalga la espesa muerte y, aunque ambas se sostienen abrazadas entre sí antes de desplomarse, la primera advierte a la segunda para que la segunda se apoye en la primera. Dos contrarios abrazados permanecen en pie, aunque cayéndose a la vez, pero volviendo a erguirse de nuevo.

A veces logramos recopilar fuerzas y auparnos por encima de los fracasos terapéuticos, para lo cual hace falta paciencia, pues el viejo fracaso no garantiza ninguna victoria venidera. Más que fracasos, en fin, la rehabilitación se alimenta de paciencia, virtud con la que debemos tener mucho cuidado, pues si es excesiva termina cristalizando en vicio, como bien sabía la mística santa: “aunque algunos tienen tanta paciencia en esto del querer aprovechar, que no querría Dios ver en ellos tanta”.

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