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Recuerda, catolaico – Carlos Díaz

Querido neocatolaico excatólico: Me encanta que vayas progresando en urbanidad, y que tengas tu toque verde, tu compasión para con los animales, tu amor a tu perro y a tu perra, la parejita, que hagas ganado en degustación, que tus papilas gustativas reciban el homenaje que mereces, que dignifiques a la mujer, y que seas un demócrata bien centrado que incluso chapurrea el inglés. Que hagas bodas y comuniones por lo civil, al fin y al cabo a nadie debería molestar. Que te endeudes comprando a plazos cosas que no necesitas para impresionar a gentes que no te aprecian es tu problema, con tu pan te lo comes.

Santo y bueno, pues en principio todo eso, mejor es que apedrear perros en la solana, destruir los nidos de los pájaros, arrancar los árboles, mearse en las esquinas, hacerse hombrecito en la mili con los energúmenos de tu quinta, engañar a las chicas de tu pueblo, y aprender a cagarte en Dios para ser un buen machotito.

Lo que pasa es que ni el catolicismo de la legión española con Marujita Díaz echando saetas a la bandera rojigualda es lo católico, como tampoco lo es vestirse de seda y ser enterrado en el cementerio de la empresa multinacional, último homenaje a quien te extenuó con o sin teletrabajo, RIP, requiescat in pace, vuelve a descansar en paz después de las guerras que te han arrebatado incluso la respiración por cuenta propia. Ya estás en la paz de las multinacionales, soldado productivo, ahora has alcanzado la cima de tu escalafón. Respiraste artificialmente para la empresa enchufado al teléfono móvil de tu jefe, pero ya no tienes por qué preocuparte más. Quizá tus hijos te recuerden con gratitud desde una universidad privada en la que ahora se consumen después de haber consumido tu vida. Hiciste el gran negocio.

Quizá te hayas ido al otro mundo convencido que él será la prolongación de éste, quizá tampoco hayas imaginado otro domicilio celestial que el del paraíso en la tierra, o quizá aquí nada y después gloria. Si tal ha sido, acaso nadie te animó a que tu vida fuera de este otro modo: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os maltraten. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. Da a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo no se lo reclames. Y lo que queráis que los hombres os hagan, hacédselo vosotros igualmente. Si amáis a los que os aman ¿qué mérito tenéis? Pues también los pecadores aman a los que les aman. Si hacéis bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿qué mérito tenéis? ¡También los pecadores hacen otro tanto! Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente. Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y los perversos”1.

Amar es lo máximo, dicen los poblanos, pero se apuntan al mínimo, por eso no dejan hablar a sus corazones como sigue: “Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, nada me aprovecha. El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no es jactancioso, no se engríe; es decoroso; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca. Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia. Porque imperfecta es nuestra ciencia e imperfecta nuestra profecía. Cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Al hacerme hombre, dejé todas las cosas de niño. Ahora vemos en un espejo, confusamente. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo imperfecto, pero entonces conoceré como soy conocido. Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es el amor”2.

¿Por qué no creemos y disfrutamos de ese amor? Pues Jean Luc Marion lo explica: “¿Qué impide a la voluntad creer, sino el creer que no puede creer, creer que no cree? Nada separa quizás a aquel que cree de aquel que no cree, a no ser esto: no las razones, por supuesto, no una certeza cualquiera (como si se tratase de una forma de influjo nervioso y mágico, cercana al fatalismo o a la estupidez inconsciente), sino solamente el creer a pesar de la creencia de que no se cree. Creer en el Amor y que él me ama a mí; dicho de otro modo, conceder mayor confianza al Amor donado que a nuestra voluntad desfalleciente; compensar la desconfianza respecto de sí con la confianza respecto de Dios; preferir la inmensidad del don propuesto (con el riesgo de desfallecer al recibirlo por falta de capacitas) a la certeza de la supuesta impotencia por una autosatisfacción resignada en la nada; decidirse por el infinito que no se sabría dominar ni poseer, más que por una impotencia de dandi petrificado en el idiotismo de una penuria. A la voluntad malcreyente o increyente no le falta la aportación exterior de alguna voluntad alienante, sino su propia transvaluación en Amor, no ya querer (para afirmarse y así dominar una posesión, vana si está asegurada), sino querer para abandonarse a la distancia recorrida, recibida e insuperable. Para creer, la voluntad no tiene necesidad más que de querer de otro modo; abandonarse al don, en lugar de asegurarse con una posesión. Para creer, la voluntad no tiene necesidad más que de convertirse. Nada la separa de la fe más que el amor. La gracia no interviene como una añadidura, ilegítima e incomprensible, sino como una nueva modalidad (tropos, dice Máximo el Confesor) de esta misma voluntad. Así la gracia constituye tanto el fondo más propio de la voluntad -interior intimo meo-, como su más íntimo extraño”.

1 Lc 6, 27-35.

2 1 Cor 13.

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