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Lo caro y lo barato – Carlos Díaz

El primero de noviembre es el día de todos los santos, o sea, de todos los seguidores del Santo, al que los cristianos alabamos en el oficio de la misa “porque sólo tú eres santo, sólo tú señor, sólo tú altísimo Jesucristo”, algo que vuelvo a recordar aquí porque la santidad no consiste en otra cosa que en eso, en seguir al Santo a pesar de todo. Muchos son los santos no canonizados, y más de un santo canonizado tiene sus manos tintas en sangre, en poderío, y en riquezas, no faltando incluso santos que no existieron, por alguna astucia de la historia. Pero en eso no voy a entrar ahora.

Santo sólo es Dios, y sus seguidores por participación. El olor a santidad es el olor a seguimiento del Santo, no un santurrón olor a incienso, ni una beatífica insipidez de esos santurrones de cuello torcido y color carmesí. Los alegres seguidores del Santo, a pesar de su pecadora condición, no van al pudridero, ni al corralón de muertos, sino al camposanto (campus sanctorum omnium), y celebran el día de todos los santos, sin la cual no tendría sentido la del día de los difuntos. Día de todos los santos anónimos, desconocidos sólo para los hombres, bien conocido para Dios. Hay santos con nombre, reconocidos por la Iglesia, pero hay otros santos anónimos que el cielo impone a la tierra, a pesar de su anonimato. Nosotros creemos en la comunión de los seguidores del Santo, en un cuerpo común místico benéfico para la humanidad. Esta communio está llamada a la solidaridad plena en el amor que nace del Santo. No estamos solos. Podemos descansar de nuestras tribulaciones, y la devoción a los santos como intercesores modélicos nace de aquí.

Creemos en el perdón de los pecados que resucita a los muertos. Ateo es quien no necesita que le perdonen nada ni debe nada a nadie porque hace de su sí mismo su propio altar: él es inocente, a él que le registren, bastante tuvo con sobre-vivir y vivir-sobre, ¿cómo pudo hacer mal a nadie, si nadie existe fuera de él? Que nadie le pregunte si para hacerse a sí mismo deshace a los demás, pues los demás no entran en su proyecto.

Jesús se dirige a todo el pueblo, y no sólo a un resto de elegidos; nadie queda excluido, pues se dirige a cuantos sufren y esperan. Su conducta se corresponde con su predicación. Su amor se orienta a los pequeños y sencillos, a los publicanos, pecadores, leprosos o prostitutas, a los alejados de Dios, a los desclasados y difamados, a esas existencias marginales que, por su destino, por propia culpa, o por prejuicios de la sociedad no se adaptan a la estructura de este mundo, a todos les acoge instándoles a la conversión. La incondicionalidad de la gracia de Dios no se detiene: no son las obras humanas lo que rompe el círculo de la perdición, sino la apertura al Amor de Dios que perdona. El perdón es esa experiencia que quiebra la deuda que abre paso al futuro, que recuerda el mal hecho (para no repetirlo) como perdonado, sin el remordimiento que paraliza e impide cambiar el corazón. El perdón se sitúa en la antípoda respecto de aquellas mitológicas Erinias maestras en el oficio de la venganza, que, con motivo de la violación del derecho de asilo, del asesinato de algún familiar, o de un perjurio, surgían de los infiernos y perseguían al infractor hasta llevarle a la locura. Perdona, Señor, nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.

Si Dios no nos amara no nos habría creado. Doy gracias de todo corazón a todos los santos desde el Santo, pero no olvido que el día dos de noviembre, veinticuatro horas después, celebramos el día de todos los difuntos. Memento homo. De santo a difunto el tránsito es muy breve, pero no importa: el difunto verá a Dios eternamente.

El primero de noviembre ha venido siendo también desde hace ya setenta y seis años el día de mi cumpleaños, y a pesar de mi mucho egoísmo me sitúa en la pléyade de los santos, ángeles, arcángeles, serafines, querubines, potestades, dominaciones, tronos y demás habitantes del cielo. Si de verdad un tipo como yo es santo, la cosa es seria, tanto que bastaría para creer en Dios, cuyo amor es más fuerte que mi pecado. Su gracia no es baladí, es una gracia cara, y no barata; los amigos de la gracia barata tendrán una resurrección barata, y aquí me despido con Dietrich Bonhöffer: “La gracia barata es el enemigo mortal de nuestra Iglesia. La gracia barata es la gracia considerada como una mercancía que hay que liquidar, es el perdón malbaratado, el consuelo malbaratado, el sacramento malbaratado; es la gracia sin precio que no cuesta nada, porque se dice que, por la naturaleza misma de la gracia, la factura ha sido pagada de antemano para todos los tiempos. Gracias a que esta factura ya ha sido pagada podríamos tenerlo todo gratis. Los gastos cubiertos son infinitamente grandes y, por consiguiente, las posibilidades de utilización y de dilapidación son también infinitamente grandes. La gracia barata es la gracia como doctrina, como principio, como sistema. Quien la afirma poseería ya el perdón de sus pecados. La Iglesia de esta doctrina de la gracia participaría ya de esa gracia por su misma doctrina. En esa Iglesia el mundo encuentra un velo barato para cubrir sus pecados, de los que no se arrepiente y de los que no desea liberarse. Por eso la gracia barata es la negación de la palabra viva de Dios, es la negación de la encarnación del Verbo de Dios. La gracia barata es la justificación del pecado y no del pecador arrepentido. Puesto que la gracia lo haría todo por sí sola, las cosas deberían quedar como antes. El mundo estaría justificado por gracia; por eso el cristiano habría de vivir como el resto del mundo. La gracia barata es la predicación del perdón sin arrepentimiento, de la eucaristía sin confesión de los pecados, de la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado.

Pero la gracia cara es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene; es la perla preciosa por la que el mercader entrega todos sus bienes; es el reino de Cristo por el que el hombre se arranca el ojo que le escandaliza; es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le siga. La gracia cara es el evangelio que siempre hemos de buscar, son los dones que hemos de pedir, es la puerta a la que se llama. Es cara porque llama al seguimiento, es gracia porque llama al seguimiento de Jesucristo; es cara porque le cuesta al hombre la vida, es gracia porque le regala la vida; es cara porque condena el pecado; es gracia porque justifica al pecador. Sobre todo, la gracia es cara porque ha costado cara a Dios, porque le ha costado la vida de su Hijo y porque lo que ha costado caro a Dios no puede resultarnos barato a nosotros. Es gracia, sobre todo, porque Dios no ha considerado a su Hijo demasiado caro con tal de devolvernos la vida, entregándolo por nosotros. La gracia cara es la encarnación de Dios. Esta palabra llega a nosotros en la forma de una llamada misericordiosa para seguir a Jesús, se presenta al espíritu angustiado y al corazón abatido como una palabra de perdón. La gracia es cara porque obliga al hombre a someterse al yugo del seguimiento de Jesucristo, pero es una gracia el que Jesús diga: Mi yugo es suave y mi carga ligera”1.

1 Bonhöffer, D: El precio de la gracia. Editorial Sígueme, Salamanca, 1967, pp. 70-71.

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