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Me desguazaba herrumbroso y lleno de orines – Carlos Díaz

Hace unos días fui a la comisaría para renovar mi carnet de identidad porque me había caducado. Mi sorpresa fue grande cuando el policía que había al otro lado de la ventanilla atendiéndome respondió impertérrito a mi pregunta por la duración de la vigencia de mi nuevo documento: usted ya no va a renovar más, a partir de los setenta años no hay que volver a hacerlo. Así de contundente me lo espetó, sin subterfugios ni socaliñas. Y yo traduje: no aspire usted a renovar su firma, ya no es vigorosa, váyase, señor González, dando tranquilamente por premuerto, para usted la eutanasia es una posibilidad no tan lejana.

En ese preciso instante sentí un poco como si se me empezaba a desenchufar la máquina de respirar o, lo que viene a ser lo mismo, casi tan insignificante como en 1900 lo proclamara aquel Pompeu Gener respecto de los no catalanes: “Nuestro pueblo catalán es de una raza superior a la de la mayoría de los que forman España. Sabemos por la ciencia que somos Arios. Tenderemos a expulsar todo lo que nos importaron los Semitas de más allá del Ebro: costumbres de Moros fatalistas, hábitos de pereza, de obediencia ciega, de crueldad, de despilfarro, de inmovilismo, de agitamiento, de banderías y de suficiencia estúpida”. Y yo, no ario, moro de la morería, raza inferior, al paredón de las energías no renovables.

Un yo como el mío, que hasta ese momento se sentía todoterreno según su egocéntrica convicción, estaba siendo llevado al desguace herrumbroso y lleno de orines. Mambrú ya no volvería a la guerra, y por su cabeza rondó incluso un resentimiento cómplice con aquel personaje que escribió en sus Memorias: “Yo no soy rencoroso, pero quien me la hace me la paga”. Sin embargo, aquel agente de policía no tenía nada contra mí, así que, furibundo como estaba y necesitado de hacer sangre sobre cualquier chivo expiatorio, inmediatamente le endosé mi ira al Estado, al fin y al cabo una forma de seguir siendo lo que siempre fui, un antisistema maltratado por el sistema que a su vez reacciona contra el antisistemático que sistemáticamente es el rey de la demolición.

De todos modos, a no mucho tardar, pude darme cuenta de que yo, que tanto alardeo de estar preparado para morir, a la primera de cambio estaba reaccionando como una lagartija a la cual se pisa el rabo. Yo, que creía haber dejado atrás las ansias narcisistas, me revolvía como gato panza arriba cuando de un zarpazo se me recordaba mi fecha de caducidad. En efecto, se me había olvidado por completo mi mortal condición, y no había asumido la realidad a juzgar por mi repentina obnubilación transitoria. Así que muchas gracias, de verdad, señor policía, y usted perdone. No voy a decir a estas alturas que me entusiasma la policía, pero mi aparente orgullo espartaquista se parece más a una abreacción llena de soberbia que a la conducta de una persona madura, lo siento.

Por otra parte, ¿para qué quiero yo estar enganchado a algún archiperre electrónico como a un carnet de identidad parpadeante y con luces de colores como las zapatillas de los niños pequeños, si apenas tengo una identidad social, es decir una coherencia, y si por otra parte no vale para nada mi firma electrónica? No sé qué sea la humildad, ni la verdadera ni la falsa, pues no siempre me queda clara la línea de demarcación entre virtudes y vicios, como tampoco la que separa a los sentimientos, prefiero la verdad, aunque muchas veces me encuentre militando realmente, incluso sin quererlo, en su misma antípoda. Sea como fuere, o como no fuere, sea o no sea, cuántas cosas enseña la simple renovación de un carnet de identidad de un viejo cada vez menos identitario socialmente.

Por lo demás, con o sin carnet, y a pesar de lo dicho, mí carnet de identidad no es tanto dudar, como escribir. Quien duda no escribe, quien escribe sí duda, aunque sólo fuere para ocultar la afirmación problemática que hay en su dudar. Y en la mía todavía existe tanto vigor de afirmación como plétora de duda, porque la vida me ha ido llevando por el camino más arriscado, el menos y a la vez el más dubitativo, que consiste en no avanzar por el tortuoso camino de las ambivalencias, de las desinencias de los “ismos” y los “istas”.

Mi animal totémico no es precisamente el de la oveja. Ya llevo más tiempo en esa convicción que los israelitas de Moisés por el desierto del Sinaí, que duró cuarenta años. Algunas veces dormito despierto, otras, me despierto dormitando, pero seguimos caminando.

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