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¿A quién hago agravio reteniendo lo que es mío? - Carlos Díaz

Si yo digo hoy lo que sigue, van y me tachan de rarito, Borrell, cuidado con él: “El verdadero fundador de la sociedad civil fue el primer hombre que, tras cercar una porción de tierra, tuvo la ocurrencia de decir esto es mío, y dio con gente lo suficientemente simple como para hacerle caso”1. “Cuando el hombre descubrió que podía realizar las ventajas de la cooperación sometiendo a otros hombres en lugar de asociándoseles, siendo en él aún potentes los instintos animales, obligó a los más débiles a trabajar para él prefiriendo la dominación a la asociación. Así pues la cooperación, que debía llevar al triunfo de la solidaridad en todas las relaciones humanas, se tornó propiedad individual y gobierno, esto es, explotación del trabajo de todos en provecho de una minoría”2.

Pero, una vez más, el éxito de los de fuera delata las falencias de los de dentro: ¿A quién, dices tú, hago agravio reteniendo lo que es mío? ¿Pero qué cosas, dime, son tuyas?, ¿las tomaste de alguna parte y te viniste con ellas a la vida? Es como si uno, por ocupar primero un asiento en el teatro, echara luego afuera a los que entran, haciendo cosa propia lo que está allí para uso común. Tales son los ricos. Por haberse apoderado primero de lo que es común, se lo apropian a título de ocupación primera. Si cada uno tomara lo que cubre su necesidad y dejara lo superfluo para los necesitados, nadie sería rico, pero nadie sería tampoco pobre. ¿No saliste desnudo del vientre de tu madre?, ¿no has de volver igualmente desnudo al seno de la tierra? Ahora bien, lo que ahora tienes ¿de dónde procede? Si respondes que del azar, eres impío, no reconociendo al Creador y no rindiendo al que te lo ha dado. Pero, si confiesas que todo te viene de Dios, dinos la razón por la que lo has recibido. ¿Quién es avaro? El que no se contenta con las cosas necesarias. ¿Quién es ladrón? El que quita lo suyo a los otros. ¿Con que no eres tú avaro, no eres tú ladrón, cuando te apropias lo que recibiste a título de administración, con que hay que llamar ladrón al que desnuda al que va vestido, y habrá que dar otro nombre al que no viste a un desnudo, si lo puede hacer? Del hambriento es el pan que tú retienes; del que va desnudo es el manto que tú guardas en tus arcas; del descalzo, el calzado que en tu casa se pudre. En resolución, a tantos haces agravios, a cuantos puedes socorrer”. San Basilio. “No me digas que has estado años y años acumulando rentas, que posees infinitos talentos de oro y que tus ganancias han aumentado de día en día. Todo lo que sobre esto digas será hablar por hablar. Muchas veces en una sola hora, en un solo momento, como una ráfaga de viento levanta el polvo ligero, así sale todo eso de un soplo de una casa. Llena está nuestra vida de ejemplos semejantes, llenas las Escrituras de los textos que nos lo enseñan. El hoy rico, mañana es pobre. De ahí que muchas veces me he reído al leer en ciertos testamentos que fulano tenga la propiedad de mis campos o de mi casa, y otro el usufructo. Porque la verdad es que todos tenemos el mero usufructo y nadie la propiedad. Y aun cuando en toda nuestra vida no sufra cambio alguno nuestra riqueza, en la hora de la muerte, queramos o no, la dejaremos a otros, y sólo habremos gozado del usufructo, y nos iremos a la otra vida desnudos y limpios de toda propiedad”3. Si pones a la firma de la conferencia episcopal española los textos de estos santos de la Iglesia no sólo te llevan a ti a la cárcel, sino incluso a quienes los escribieron, a pesar de haber sido elevados al santoral católico.

Por eso “es necesario que algunos elijan domicilio en lo Absoluto, que carguen con las condenas con que nadie desea cargar, que proclamen lo imposible cuando los demás no lo puedan realizar, y que, si son cristianos, no se dejen distanciar de la historia una vez más con su solución de pequeños burgueses. Sí; esto es así porque en realidad no hay nada que hacer con los cuadros políticos actuales”4. “Que nadie oponga perezosamente una conducta de testimonio a una conducta de eficacia. Todo lo que la dialéctica ardiente de estas dos solicitudes mantiene en nosotros de fervor creador se perdería sin ellas en conformismos satisfechos. Dialéctica incómoda, ciertamente. Pero no se sale impunemente de lo incómodo, nuestro lugar natural. No nos cansaremos de repetir que nuestro personalismo no está originalmente centrado sobre una actitud política, sino que es un esfuerzo total por comprender y sobrepasar el conjunto de la crisis del hombre en el siglo veinte. Algunos juzgarán que esta relativa indeterminación política es una debilidad. Políticamente, sin duda. Pero también el arte, la poesía, la religión, el rigor científico son por sí mismos políticamente débiles, precisamente porque teniendo incidencia sobre lo político no están hechos para la política. Su papel es formar hombres. Si el personalismo tuviese la intención de reemplazar en su dominio esta experiencia, irían a la confusión. Pero si los partidos políticos pretendiesen negar esta su eficacia propia, introducirían la confusión por el lado opuesto”5. “Si por mí fuera, pasaría mi vida haciendo de Esprit un puro testimonio; daría mi vida para que ese testimonio no cesase. Pero yo no valgo para organizar una táctica, ataques, una revolución, dicho sea en una palabra. No pienso en el éxito. No sentiría nostalgia sin haber realizado lo que queremos... Yo no valgo nada, absolutamente nada, para una acción ofensiva de tipo político, clandestino (hay en la clandestinidad demasiada mentira) o público (hay demasiada elocuencia). Soy demasiado sensible a todo cuanto en la acción deforma a los hombres, demasiado relativista en materia de régimen político, demasiado poco apasionado en todo ello. Tengo conciencia de que esta posición subjetiva, erigida en doctrina, engendraría un error, el apoliticismo. Pero he de tener la clara conciencia de mi vocación y de mis líneas de eficacia. Yo siento la exigencia de la eficacia, pero de una eficacia que no es la política. El servicio permanente a la verdad toma su humilde grandeza de ese carácter que confiere a la acción su móvil último. Hay, pues, dos maneras de actuar. La acción de los unos está dirigida al éxito. La acción de los otros está dirigida al testimonio. No digo que estos últimos no deseen también, en un cierto sentido, el éxito, es decir, lo que para ellos constituye una victoria sobre el mal. Pero saben que ella no será nunca más que una victoria incipiente y siempre cuestionada; y que, aun cuando cada día les corresponda la peor parte, es necesario que estén ahí con sus fuerzas declinantes para asegurar una cierta presencia humana de lo que es eterno. No se sienten reprimidos por esa angustia de conseguir el éxito o desaparecer. Tendrán siempre al alcance de su mano el control de su obra, aunque sea deshecha; saben que en el éxito, tal como lo imaginan los demás, no sería su causa quien condujera el carro del triunfo, sino alguna usurpadora. A remolque de sus impaciencias, los primeros tienen prisa y utilizan tácticas de corto alcance. Los segundos ponen su confianza en el tiempo y en su fe. Los primeros sienten temor de la soledad y de la oscuridad, pues juzgan el resultado por el número. Los segundos recelan de las propagaciones demasiado rápidas, que no pueden ser orgánicas ni fecundas y les conducirían a dudar de la calidad de sus medios. Los primeros buscan los medios ricos, los que unen el rendimiento cuantitativo a la facilidad: servicios suntuosos, publicidad, americanización. Los segundos gustan de los medios pobres (que no son los medios miserables): ven allí una garantía espiritual al mismo tiempo que una sintonía en el esfuerzo, pues exigen a cada uno el sacrificio, sin el cual no hay verdadero don. Los primeros son perentorios, los segundos son modestos. Los primeros son los propietarios de su causa. Los segundos son los testigos de lo que les sobrepasa. En fin, los primeros se preocupan por hacer antes que por ser, los segundos intentan ser para poder hacer, o para que sea hecho, con ellos o sin ellos. Nueva exigencia, en suma: centrar mi acción en el testimonio y no en el éxito”6.

1 Rousseau, J-J: Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres. Editorial Pelayo, Madrid, 1987, p. 69.

2 Malatesta, E: La anarquía. Ed. Ayuso, Madrid, 1992, p. 147.

3 San Juan Crisóstomo: Al pueblo de Antioquía. Homilía II.

4 Mounier, E: Carta a Robert Garric, 16/1/1932. Obras, IV.

5 Mounier, E: Temoignage et eficacité. En “Temps Présents”, 3/8/1945.

6 Mounier, E: Revolución personalista y comunitaria. Obras. I. Ed. Sígueme, Salamanca, 1992, pp. 380-381.

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