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Toque de queda: tocata, bocata y fuga - Carlos Díaz

Cuando el niño malo se portaba indebidamente se le encerraba en el cuarto oscuro, y ahora se le manda al rincón; cuando el adulto malo desafinaba, se le mandaba al paredón, y ahora el toque de queda se usa para refrenar las ansias de abrazos de los amigos del botellón. Lo que pasa es que al apenas instaurado toque de queda le sigue un movimiento inercial de tocata, bocata y fuga, por aquello de que el primer deber del recluso es buscar su libertad a cualquier precio: cuando el alma no está queda, nada queda. El único toque de queda eficaz, del que no resulta fácil salir, es el de las sirenas y las púas alambradas de los campos de concentración, donde por antífrasis la inmensa mayoría se desconcentra. Así que, contando con ello, y resignándonos un poco, ¿qué se puede hacer durante el toque de queda?

Aunque no todos lo saben, también en los campos de concentración nazis había bibliotecas. Se nutrían de los libros requisados a los prisioneros a su llegada. Con el dinero usurpado a los propios presos se pagaban las nuevas adquisiciones. Aunque las SS invertían buena parte de los fondos en tratados propagandísticos, no faltaban novelas populares ni los grandes clásicos, junto a diccionarios, ensayos filosóficos y textos científicos. Incluso había volúmenes prohibidos, cuyas encuadernaciones habían sido camufladas por los prisioneros bibliotecarios. La aventura de estas bibliotecas empezó en 1933, y sabemos que en el otoño de 1939 había seis mil títulos solo en Buchenwald; en Dachau llegó a haber trece mil. Las SS las usaban como mero atrezo para demostrar a los visitantes que en aquellos humanitarios campamentos de trabajo no se descuidaban ni siquiera los intereses intelectuales de los prisioneros. Parece que, durante los primeros tiempos, los reclusos pudieron disponer de sus propios libros, pero pronto les suprimieron ese privilegio. ¿Los libros de las bibliotecas —cercanos pero inaccesibles— trajeron algún alivio a los reclusos?

Lo que sí sabemos es que, debido a sus problemas pulmonares en la adolescencia, Hitler se convirtió en un lector compulsivo. Según sus amigos de juventud, frecuentaba librerías y bibliotecas de préstamo. Lo evocaban rodeado de pilas de libros, sobre todo tratados de historia y sagas de héroes alemanes. A su muerte, dejó una biblioteca con más de mil quinientos volúmenes. Mein Kampf lo convirtió en el autor del gran best seller en alemán de los años treinta del pasado siglo. En esa década, su libro fue el más vendido después de la Biblia. Cobró liquidaciones millonarias por las ventas y, nimbado por el éxito y el dinero, consiguió borrar su imagen de fanfarrón de cervecería. Tras su fracaso como golpista, la escritura le devolvió la autoestima. Desde 1925, año de publicación del primer volumen de Mi lucha, rellenó en sus declaraciones de renta la casilla correspondiente a la profesión de “escritor” —el liderazgo de masas, la intimidación y el genocidio eran por entonces aficiones no remuneradas—. Acabada la guerra, habían sido distribuidos diez millones de ejemplares de la obra, traducida a dieciséis idiomas. Desde que en 2015 el libro entró en dominio público, se han vendido otros cien mil ejemplares en Alemania. Los responsables de las sucesivas ediciones reconocen: ‘las cifras nos abruman’. En 1920, mientras Hitler pronunciaba con sus característicos aspavientos los primeros discursos multitudinarios, Mao Zedong abrió una librería en Changsha. El negocio funcionó muy bien con la publicación de El libro rojo1.

Afortunadamente, frente a estos usos del universo concentracionario “Antifonte, fue un auténtico pionero que podría figurar en la vanguardia del psicoanálisis y las terapias de la palabra. El ejercicio de su profesión le había enseñado que los discursos, si son efectivos, pueden actuar poderosamente sobre el estado de ánimo de la gente, conmoviendo, alegrando, apasionando, sosegando. Entonces tuvo una idea novedosa: inventó un método para evitar el dolor y la aflicción comparable a la terapia médica de los enfermos. Abrió un local en la ciudad de Corinto y colocó un rótulo anunciando que ‘podía consolar a los tristes con discursos adecuados’. Cuando acudía algún cliente, lo escuchaba con profunda atención hasta comprender la desgracia que lo afligía. Luego se la borraba del espíritu con conferencias consoladoras. Usaba el fármaco de la palabra persuasiva para curar la angustia y, según nos dicen los autores antiguos, llegó a hacerse famoso por sus razonamientos sedantes. Después de él, algunos filósofos afirmaron que su tarea consistía en ‘expulsar mediante el razonamiento el rebelde pesar’, pero Antifonte fue el primero que tuvo la intuición de que sanar gracias a la palabra podía convertirse en un oficio. También comprendió que la terapia debía ser un diálogo exploratorio. La experiencia le enseñó que conviene hacer hablar al que sufre sobre los motivos de su pena, porque buscando las palabras a veces se encuentra el remedio”2.

Y ya que andamos a cuestas con el lenguaje reclusivo, una de las actuales formas más degradantes del mismo es su actual modalidad inclusiva: “Una de las pejigueras más insoportables de la vida pública española es esa imposición del lenguaje inclusivo. Se trata de arrumbar la tradición léxica del masculino genérico, con el fin de que no sufran las mujeres feministas; que son unas señoras muy sentidas y poderosas. Por ejemplo, ya no se puede decir ‘los hombres” para señalar a los individuos de nuestra especie inteligente, bípeda y mamífera. En su lugar, hay que precisar siempre “los hombres y las mujeres”. En contra de lo que pudiera parecer, se trata de una reglamentación, que, más bien, se dirige a sexualizar, todo lo posible, la comunicación. No sé qué ganamos con ello. Comprendo el acto de justicia que pretende la norma dicha, en pro de la sagrada igualdad de los sexos. Lo que ocurre es que el cardumen de peces gordos, que forman el banco de los que mandan, no se atiene, de forma sistemática, al nuevo proceder del lenguaje inclusivo. Aporto una somera lista de expresiones que no suelen pronunciar los progresistas y las progresistas. Anoten: “los militares y las militaras, los terroristas y las terroristas, los jefes y las jefas de Estado, los inmigrantes y las inmigrantes (¿o inmigrantas?), los okupas y las okupas, los fallecidos y las fallecidas (por ejemplo, de la pandemia), los contagiados y las contagiadas (también de la pandemia), los expertos y las expertas, los narcotraficantes y las narcotraficantes (¿o narcotraficantas?), los pescadores y las pescadoras, los intelectuales y las intelectuales (¿o intelectualas?, los docentes y las docentes (¿o docentas?), los moteros y las moteras, los suicidas y las suicidas”. La lista completa sería interminable”3.

Dicho lo cual, el rumano Tristan Tzara, padre del dadaísmo, nos da su receta para hacer un poema dadaísta, que resulta muy interesante para escapar de la cárcel: “Tome un diario y unas tijeras. Corte un trozo de artículo que tenga la extensión prevista para su poema. Recorte cada una de sus palabras e introdúzcalas en una bolsa. Remuévalas suavemente. Extraiga después cada una de las palabras al azar. Cópielas concienzudamente. El poema se le aparecerá. He aquí un escritor infinitamente original”.

Y, por si además les sirve para escenificarlo, les recuerdo que los grecorromanos mimaban candorosamente cada una de sus palabras y expresiones gestuales, tanto que el orador debía presentarse en la tribuna, mirar y frotarse las manos y la frente, hacer crujir los dedos, adelantar el pie izquierdo separando los brazos un poco del tronco, acalorarse en el decurso de la declamación con calculada negligencia, mostrar cierta inseguridad en los pasajes en donde más seguro estaba de su memoria y echar hacia atrás la toga con premeditado desorden como muestra de su apasionamiento. Cicerón, como Nadal en el tenis, antes de ejecutar su saque con infinidad de tics rituales, cuidaba hasta de un mínimo pliegue de su toga, de las arrugas de su frente, de las posiciones de su cuerpo, brazos, piernas y dedos, puliendo sus discursos frase por frase para mejor cautivar. ¡Palestra es la vida presente, y en la palestra no puede gozar de descanso quien ha de ser coronado!

Y el resto sursum corda: “Lo que los alemanes llaman tan acertadamente seriedad animal constituye siempre un síntoma de megalomanía, y hasta sospecho que una de sus causas. El orgullo es uno de los principales obstáculos que nos impiden vernos tales y como somos en realidad. Estoy convencido de que un hombre con el suficiente sentido del humor no corre el peligro de sucumbir a ilusiones demasiado halagadoras acerca de sí mismo. El primero de los mandamientos debería ser no engañarse a sí mismo. Y la capacidad de obedecerle se encuentra en proporción directa a la capacidad para ser sincero y leal con los demás. Una dosis suficiente de humor inmunizaría al hombre contra los ideales fingidos y fraudulentos. El humor y el conocimiento son las dos grandes esperanzas de la civilización”4.

Me parece que me estoy alargando demasiado. Yo, carente de copistas capaces de facilitarme la tarea, carente asimismo de taquígrafos y de calígrafos, los primeros para trasladar con rapidez mis escritos y los segundos para copiarlos bellamente, heme aquí mero amanuense (a manu ensis), es decir, en mano de obra ya centímana.

1 Vallejo, I: El infinito en un junco. Editorial Siruela, Madrid, 2020, pp. 205 ss.

2 Ibidem.

3 Miguel, A. de: La sexualización del lenguaje. Actualidad Almanzora, 12 de octubre, 2020.

4 Lorenz, K: Sobre la agresión, el pretendido mal. Ed. Siglo XXI, México, 1976, p. 332.>

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