Artículos

Los títulos con que titulamos - Carlos Díaz

Cuando un libro comienza con la leyenda (que significa lo que debe ser leído, y no lo que parece) A modo de prólogo se me acaban las pocas o muchas ganas que en ese momento tuviera de entregarme a su lectura. En primer lugar, porque ignoro en qué pueda consistir ese a modo de prólogo a diferencia de otros posibles modos de prólogo pues, si tal a modo de prólogo fuera el único modo de prologar, entonces sobrarían todos los demás a modo de prólogo, dado que madre no hay más que una y a ti te encontré en la calle. En segundo lugar, y aunque no deseo pasarme de profesorcillo jubilado, debo recordar que sí existen varias categorías de modalidad al menos en los juicios estéticos, los cuales no tienen carácter racional, sino que se formulan según el deseo subjetivo, tal y como nos lo recuerda Kant: «La modalidad de los juicios es una función muy especial de los mismos que se caracteriza por no contribuir en nada al contenido del juicio (pues fuera de la cantidad, cualidad y relación, nada queda ya que constituya el contenido del juicio), y referirse tan sólo al valor de la cópula, en relación con el pensar en general. Problemáticos son aquellos juicios en los cuales el afirmar o negar se admite sólo como posible (voluntarios). Asertóricos, cuando son considerados como reales (verdaderos). Apodícticos son aquellos en los cuales se advierten como necesarios»1. Así pues, mientras no nos aclare el autor sobre qué clase de a modo de va a hablarnos, a mí me parece un pedante categórico sin más, un pedante de tomo y lomo.

Están también los títulos bobos, cursis con menos personalidad que un chupete, dominados por la parálisis agitadora, que andan a la caza de novedades y se apuntan a un bombardeo para demostrar que ellos saben decir viral, o poner en valor, cuando el único valor que cabe esperar de ellos es el valor para introducir virus lingüísticos, tantos que no hay ya camas suficientes para ellos en los hospitales. Desde luego los profesores de lengua y literatura española de las Facultades de Periodismo son un peligro público a tenor de la habilidad con que propagan sus enseñanzas, las cuales estallan como bombas víricas en telediarios y en telenocturnarios (misma matraca repe, una de día y otra de noche), por no hablar de las expresiones de esas alimañas lingüísticas que son los periodistas deportivos.

Los hay también gallitos panfletarios que escriben Panfletos contra el todo, exceptuando su propio perímetro, que son todo un panfleto, un contra todo totalmente en favor de mí mismo. Como los malos tiradores, siempre aciertan porque primero disparan y luego dibujan la diana en torno a su disparo que, esté donde esté, ocupa el centro de las esferas celestes. Pero ahí siguen, y el truco les funciona.

¿Y qué decir de los títulos dubitativos? Estos parecen no saber qué van a decir, pues se formulan inasertivamente según la modalidad de las proposiciones disyuntivas con apariencia de dubitativas, por ejemplo: ¿nihilismo o moralidad?, ¿tu jaca o la mía? Coño, pues diga usted, maestro, usted sabrá si de los cuatro muleros que van al río el de la mula torda es «su marío», que para eso escribe su mamotreto; no maree tanto la perdiz y dispare ya, que el género detectivesco es otra cosa, y mucho más divertida.

Pero los insufribles son los títulos blanditos, como de tierno cochinillo al horno, que se encuadrarían en la modalidad de lecturas para andar por casa con bata de lunares, o sea, el género Pitita. Ahí todo es geniaaal, parecido al goool del género Pitufo o Pitito, por lo del pito esta vez. Tan mal lo llevo, que menos temo ir al dentista por el posible dolor, que por las mamarrachadas que me encuentro en sus revisteros. El día en que me encuentre una revista de esas glosando la vida de Kant me quito la mascarilla y me pongo a morrear categóricamente al cuerpo médico entero.

Los más difíciles son los títulos con la modalidad de volátiles, que se perciben mediante las formas a priori de la sensibilidad espaciotemporal. Traigo como ejemplo el currículo de la coqueta y acogedora ermita de San Amaro, en Burgos, cuya bibliografía abarrotaba todas las paredes con sus exvotos, tales como pelos, uñas, piernas, codos, brazos, ojos y dentaduras postizas, aunque le falten los esputos, más difíciles de fijar en las paredes, y eso por no mencionar la cultura o cultivo que entra por las fosas nasales y el aparato auditivo y que se la debemos al sacristán, que –con Marx contra el naturalista Herrr Vogt– es de la modalidad de los que dal cul fanno trombetta. ¡Qué pedos, que regüeldos, que guturaciones con excretaciones verdosas, tan valoradas por las moscas, amigas viejas! Afortunadamente todas estas formas de fe han sido retiradas de la ermita y el sacristán anda desaparecido, no sé si por influjo de Iglesias el purificador, o por el de Rufián, si es que no se trata de los mismos personajes, cosa que mantiene en vilo a los hermeneutas más conspicuos, y que aún no ha sido resuelta dada la creciente abundancia de bibliografía.

Los títulos poéticos o títulos noria tampoco están mancos, pero al menos, dada la nadería de su churrigueresco estilo, a veces no sabes en qué página estás, si comenzando o concluyendo, razón por la cual sufres menos, como esas norias de las ferias cuando se quedan colgadas en lo más alto. Son títulos con la modalidad de poéticos, aunque pobre de ti si, cuando te has quedado enganchado arriba, te da un apretón abajo, pues entonces te ves diciendo con Falstaff: «¡Mi reino por un wáter!».

Aquella vez don Enrique Tierno Galván, mucho más marrullero que tierno, escribió una extensa presentación a mi libro Besteiro, el socialismo en libertad, y mi propio prólogo venía detrás de su presentación diciendo que lo mejor de los malos prólogos sería que no se escribieran. Yo no pensaba en Tierno, francamente, pero mi amigo Martínez Alier ironizó que esas palabras mías descalificaban las de Tierno. Me quedé pensando porque, en todo caso, más que a nadie descalificaban a mi propio prólogo.

Nada ha impedido desde entonces, sin embargo, mi funesta manía de prologar, y en algunas ocasiones también epilogar textos con testosterona propia y ajena, una crueldad como la de emparedar a alguien y dejarlo sin oxígeno, lo que otro personaje amigo, don Gustavo Bueno, buena o malamente, caracterizaba como cierre categorial, o sea: Santiago y cierra España.

1 Kant, E: Crítica de la razón pura. A 74, B 99-100.