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El sable de alférez - Carlos Díaz

Ya lo tengo: para verdaderos liberales, los socialdemócratas; para verdaderos socialdemócratas, los socialistas; para verdaderos socialistas, los comunistas; para verdaderos comunistas, los anarquistas; para verdaderos anarquistas, los liberales. El mismo rosario circular y vuelta a empezar, ahora de forma descendente: algunos socialistas pueden ser socialdemócratas; algunos socialdemócratas pueden ser liberales; algunos liberales derechistas pueden ser centristas; algunos centristas pueden ser derechistas; algunos derechistas pueden ser socialistas, y dale que te pego: al final todo queda bien socarrado en el mismo tostadero. La verdad es que, visto lo visto, me maravilla la capacidad de eso que llaman pueblo para ver diferencias y acudir a las urnas como corderitos al matadero y con la misma partitura de siempre, pero sigue valiendo aquello de Rousseau: «Los nómadas del desierto utilizan cien palabras diferentes para designar el mismo camello». A falta de gramática, a votar.

Eso que llaman pueblo ha hecho suyo el discurso según el cual la virtud es la capacidad de coincidir con las leyes dictadas por el poder político: «Sólo con buenas virtudes, escribía Helvétius, pueden formarse los hombres virtuosos. Todo el arte del legislador consiste, pues, en forzar a los hombres haciendo levas sobre el sentimiento del amor de sí mismo, y en ser siempre justos los unos para con los otros». Más claro aún en Montesquieu: «Las leyes estatales ocupan el lugar de todas las virtudes, de las cuales no existe necesidad alguna», y esto lo dice nada menos que en su obra El espíritu de las leyes. Ya lo tenemos: «La fuerza de la virtud radica en la espada».

Por lo demás, asegura Hobbes, el monarca queda fuera de las leyes para hacer cumplir las leyes, y de este modo coincide consigo mismo, porque la ley c’est moi. Robespierre: «Sin virtud el terror es funesto, sin terror la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que la justicia rápida, severa, inflexible y, en consecuencia, una emanación de la virtud: es menos un principio particular que una consecuencia del principio general de la democracia aplicada a las más acuciantes necesidades de la patria». Esto constituyó el núcleo de su Discurso a la Convención el 10 de mayo de 1793. Con el terror, pues, quiere Robespierre «hacer a los hombres felices y libres mediante leyes», así que, como decían los nazis respecto a las leyes anteriores a ellos, Befehl ist tot, es lebe Ordnung!, orden imperativo ha muerto, viva el orden social. Sin embargo, y en virtud de la equipolencia entre ambos términos, también podría gritarse lo contrario. Todas las propinas al mismo bote, ¡cuántas veces la ilusión jurídica ha hecho imposible la ilusión moral!

Hobbes, en cualquier caso, no es menos drástico: siendo el Estado la única fuente de legalidad y por ello de moralidad, las acciones más nefandas serían aquellas que osaran afirmar que todo ciudadano privado sería juez capaz de determinar qué acciones son buenas o malas. ¿Qué le queda entonces al ciudadano? Ninguna autonomía moral, ni legal, ni social, salvo la que pudiera caber en aquellos ámbitos cada vez más reducidos no legislados todavía por el Estado; como dijera Mounier, el optimismo respecto del Estado marca el pesimismo respecto del ser humano, algo que cínicamente recordaba Rousseau en el Contrato Social: «Si hubiera un pueblo de dioses, su gobierno sería democrático, pero un gobierno tan perfecto no es para los hombres. La primera noción de justicia no nace de lo que nosotros debemos a otros, sino de lo debido a nosotros por medio del Estado».

¿Y entonces? Pues entonces cuidado con la libertad individual, que no sería otra cosa que un permanente criadero de anarquistas rebeldes, una cantera de heterodoxos contra el Estado, que a tal efecto para sí reclama incluso el monopolio de la violencia. Original solución: siendo más violento que los particulares, elimina la violencia de los particulares, es decir, que el que más pueda capador. ¿Y entonces? Entonces la violencia ha exterminado el vigor de la razón. El eterno rumor de sables y la carrera armamentística está servida, caballeros y caballeras cadetes, ¡viva la Academia militar, vivan sus profesores, porque cuando esto muera se apoderará de nosotros el humus! Olocáustica celebración, y después del sable y del traje de gala, a reprimir. Yo mismo tuve mi sable de alférez para luchar contra la morisma y el sovietamen, y en su defecto para asar chuletas de cerdo. Pero el sable hay que llevarlo, colega, pues somos el sable con el que matamos para la sociedad que nos mata. El sable es el principio y el fin de todas las cosas, o si no que se lo pregunten a Tomás (Hobbes), que si no metía el sable en la llaga no creía nada: «En la naturaleza humana encontramos tres causas principales de disputa: la competitividad, la desconfianza y el deseo de fama». ¿Alguna prueba, mi general? Pues sí, mi alférez: he aquí el argumentario que acatará desde este momento sin la menor vacilación: Nadie se resigna a no hacer ningún esfuerzo por dominar, ni se consolaría con la idea de ser distinto o inferior a los demás hombres, de modo que hasta el más débil se aprestaría a dominar al más fuerte por los medios que tuviera a su alcance, ya fueran la astucia o la conspiración, siendo su resultado la lucha de todos contra todos, guerra connatural al hombre cuyo único asidero y descanso sería el egoísmo. Le daré tres pruebas definitivas, mi alférez, de que el hombre es ese ser egoísta: todo el mundo lleva armas cuando sale de viaje, todo el mundo cierra las puertas de su casa por la noche, y todo el mundo esconde como puede sus propiedades. Así pues, con las tres acciones mencionadas queda plenamente manifiesto qué es lo que piensa el hombre de su prójimo. Ya puede usted marcharse y no olvide su sable, mi alférez. –Sí, mi señor comaante: ya vuelvo al polvo y a la nada. ¿Ordena algo más, mi comaante?

Así que voy a ver si deserto y me voy al desierto con el buen salvaje: allí dejaremos las puertas abiertas, aunque seamos buenos sin el mérito de haber aceptado la soberanía del Estado; allí aunaremos voluntades como Salicio y Nemoroso, aunque sólo sea por racionalización del egoísmo; allí pacerán juntos el lobo y el cordero; allí haremos de las lanzas podaderas y rejas de arado. Que descansada vida la que huye del mundanal ruido y de las alimañas del poder.