Artículos

El caso - Carlos Díaz

Lamentablemente, por cuestiones de tiempo u otros motivos, pocas veces he tenido el gusto de parar las demás actividades para sumergirme en la lectura del género policiaco, que no es el de la literatura negra (con perdón), así que el tiempo que me he regalado al efecto al final de verano me está sabiendo a gloria. Bendito Burgos y benditos los anaqueles donde aún se ocultan perezosamente libros que no había leído.

Me resulta fascinante el mundo del delito, de la investigación policiaca, y el ambiente existencial que rodea a los hampones, los chorizos, los chulos, y al interminable género de pícaros que pueblan las cloacas (poblamiento que es literal en no pocas) porque la especialidad del delincuente es la de evaporarse sin ser visto y a toda velocidad, en lo que son agilísimos, sólo comparables con la que tienen los mentirosos compulsivos. Si no fuera por la gravedad y la deshumanización de los hechos, mil veces los prefiero sin embargo a los submundos de lo legal, de lo político, de la farándula, y en general de los famosos o ricos, miserables cotidianos con la mierda al cuello, tanto que aun sin moverse producen mareas, mareas de mierda, sunamis de inhumanidad, aunque no estén detrás de las rejas y se hayan especializado en enrejar a quienes podrían hacer con ellos lo propio.

Las gentes que salen en las crónicas sangrientas manifiestan un lado oscuro de la vida muy especial en su inteligencia, en su permanente vivir en vilo, y en la despreocupación por el mal hecho a otros. Son más cercanos, en todo caso, a mis bajas pasiones, pues a las altas no llego, tal vez por educación o por hipocresía, o por cultura. Sea como fuere, siento a veces una mezcla de atracción y de repulsión como me lo produce el latir palpitante de la vida misma.

Por mil motivos (‘razones’ sería demasiado decir) prefiero la prensa del antiguo El caso, que a veces es también literariamente muy buena, como esta Crónica sangrienta1 escrita por Margarita Landi, una de las reporteras más conocidas del género, cuya imagen todavía se conserva en la memoria de los más longevos, recuérdenla con una pipa de tabaco pegada a su boca, una mujer por lo demás de una pieza. En este momento acabo de dejar atrás El crimen de la tinaja, justamente a mitad del libro, que como tantos otros episodios por ella relatados me ha conmovido. A esta edad sigo siendo el mismo que lloró y lloró con la película Love Story, que me pilló blandito de afectos. Esta sensiblería, por lo demás, me gusta, aunque desgraciadamente en los últimos tiempos se me están secando las lágrimas del mismo modo que se torna reseco el tronco de los árboles añosos, se pone rígido, y me lleva a rememorar aquella relación que señalaban los buenos libros de los moralistas clásicos, especialmente entre los estoicos, entre lo rigidum y lo frigidum.

Pero, volviendo al caso de El caso, hay una afirmación que prologa el libro, y que es la siguiente: «El caso de asesinato que resulta más fácil de resolver es aquel en que alguien trató de pasarse de astuto; el que realmente preocupa a los policías es el asesinato que se le ocurrió a alguien dos minutos antes de llevarlo a cabo». Nada más cierto, según creo. De haber variado las circunstancias, de no haber estado allí en esos momentos, la vida de aquellas gentes habría sido la misma de siempre. Yo mismo, que he visitado bastantes cárceles y penales en mi vida en países muy diferentes, puedo asegurarlo, pues cuando preguntas al asesino por qué lo hizo no suele saberlo, lo que sabe es que se le cruzaron los cables, aunque no falten los rumiantes ni los alevosos. Jamás olvidaré al respecto el rostro de una mujer cosida por decenas de puñaladas hasta el punto de que ya no cabía allí una cicatriz más, y hasta parecía que tenía costuras sobre costuras, y lo curioso es que las heridas habían sido propiciadas a lo largo del tiempo por la misma mano, a la cual jamás se atrevió a denunciar hasta que vino lo que vino.

No resulta fácil imaginar, y este es el misterio que me abruma en mis visitas terapéuticas a las cárceles, la magnitud de los dramas humanos, siempre mucho más profundos y devastadores de lo que permite atisbar la imaginación. Y tampoco resulta fácil de imaginar la mezcla de grandeza y de miseria que existe en las cumbres más borrascosas. En determinados casos, la hondura de las vivencias y la densidad de los sentimientos permiten unas terapias de grupo tan excelentes, que ya las quisiera yo para la vida cotidiana, donde los encuentros son tan desabridos, impersonales, flojos y pobres, que parecen la noche de los muertos vivientes.

Una de las cosas que, en medio de tanto horror, me divierte sanamente, sin embargo, es la carencia de hábitos lingüísticos adecuados, hasta el punto de recordarme a la parla de Sancho Panza con su señor Quijote. En efecto, bajo el título de Mucho tacto con las palabras escribe Margarita Landi lo que sigue: «En la madrileña Glorieta de Embajadores vivía con su compañera y con la madre de ésta un conocido carterista que empinaba el codo, y una noche que se encontraba bien ‘mamao’ discutió con su suegra y la tiró por la ventana de un tercer piso, aunque no se hizo absolutamente nada porque cayó sobre un toldo. Al darse cuenta, varios contertulios de la terraza del bar de abajo cogieron en sus brazos a la señora Antonia, que así se llamaba, la cual no llevaba la más mínima prenda interior y por eso enseñó lo que provocó las risas de los vecinos, convirtiendo así en juerga lo que pudo haber sido una verdadera tragedia. Al día siguiente se presentó la señora en la redacción de El caso con un ejemplar en la mano y muy enfadada. Armó un escándalo tremendo, quería dar una paliza ‘a quien había escrito aquello, porque se sentía injuriada’. Explicó que las vecinas le decían que ‘¡cómo no iba a regañar con su yerno, si se entendía con él y además la defenestraba!’. Para calmarla fue preciso mostrarle un diccionario en el que pudo comprobar que defenestrar no era precisamente lo que suponían sus perversas e ignorantes vecinas»2.

Pobre gente.

1 Landi, M: Crónica sangrienta. Editorial Temas de Hoy, Madrid, 1990, pp. 206-215.

2 Ibi, pp. 88-89.