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Hubo una época en que parecía que todos los hidalgos de España eran al mismo tiempo poetas y soldados… - Carlos Díaz

Cuando regresa uno al salón de los libros perdidos recibe de vez en cuando una descarga emocional entre sus páginas. En este, Defensa de la hispanidad, de Ramiro de Maeztu, connotado líder derechista asesinado en la Guerra civil española1, he hallado una banda polícroma y estrecha de fina seda (quince centímetros de largo por uno y medio de ancho) dibujada a mano con un sagrado corazón de María, unas flores debajo, y al final la fecha: 1939. Quién sabe en qué circunstancias.

Desde luego, no son españoles los que no pueden ser otra cosa, pues resulta innegable que algunos amaron a España contra viento y marea hasta la muerte pudiendo haberlo evitado. Lo que me pasa es que, cuando releo un libro tradicionalista y católico, repito mentalmente con Simón Bolívar: «Los que hemos trabajado por la revolución, hemos arado en el mar», pues lo que vale no dura y lo que dura no vale. Desgraciadamente, la cosa no cambia mucho cuando se trata de los sopladores izquierdistas de Sidra el Gaitero.

Cuando no una dictadura, España ha sido una democracia frailuna –Menéndez Pelayo–, inercia que se mantiene desde entonces con apellidos tan incluseros como el de Iglesias y otros parlamentarios. En ambos bandos ha faltado a mi parecer lo difícil y ha sobrado el griterío manido y la bravuconería espasmódica, algo en lo cual lleva razón Ramiro de Maeztu que, a diferencia de Vázquez de Mella, hablaba mejor, pero no sabía filosofía: «Una buena educación debe enseñar, sobre todo, a sufrir, como lo enseñaba la de nuestros hidalgos del siglo XVI, con sus diez o doce horas diarias de latín en los primeros años, a las que seguían otras tantas de ejercicio de las armas en los años de juventud. La educación actual, en cambio, es radicalmente mala, porque no enseña a sufrir, sino a gozar… Pero ahora yo digo a los jóvenes de veinte años: nosotros somos la cuesta arriba»2. La cuesta arriba puedo aceptarla, pero no por eso «la unión del incensario con la espada de la ley es la verdadera arca de la alianza»3. Esto, cuando menos, es exagerado y, como dijera Talleyrand, todo lo exagerado es insignificante. Qué manía de una Hispanidad amparada bajo el caudillaje de Santiago Matamoros y de los acaudillados por Dios y por España: «¿Acaso no fue un poeta el que asoció por vez primera en una sola frase las tres palabras, Dios, Patria y Rey? Aunque tampoco le era inferior la que decía Dios, Patria, Fueros, Rey». Como dijera Unamumo: y luego café, copa y puro. «Nuestros guerreros de la Edad Media crearon otra que fue talismán de la victoria: ¡Santiago y cierra España! Era la puerta del reino de los cielos»4.

Qué tabarra. No sé si confesar una duda metafísica que me corroe desde mozo, pero allá va: ¿con qué llave cerraba España aquel apóstol Santiago, alias el Matamoros, con la misma con la que abría el portón del cielo a sus santas huestes? O quizá es que Matamoros fue a su vez, durante las noches, uno de aquellos trabajadores con mandilón que a la voz de ¡Sereno! respondía a la carrera cargado con su gran manojo de llaves: ¡Va!, servicio que recuerdo haber necesitado tan sólo una vez en mi vida. ¿O sería la llave del molinero? «Responde la molinera vuestros favores admito, lo que siento es si nos pilla mi marido en el garlito, porque el maldito tiene una llave con la cual cierra, con la cual abre cuando es su gusto, expuesto es que nos pille y nos dé un gran susto». ¡Y les pilló rebozados al comendador y a la esposa del molinero revueltos en la misma harina!

Pobre también San Pedro, cargado con las llaves del cielo, qué duro oficio. No, no me gusta aquello de «¡España, España! ¡Cuanto de puro hay en nuestra sangre, de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti te lo debemos!». Y dale con la sangre. Para ser patriota parece obligado haber nacido en Transilvania y recibido el bautismo en la pila de la sangre de Drácula. Por lo demás, cuán poco se diferencia esta mugre de aquel repugnante Catecismo del Revolucionario redactado febrilmente por el nihilista Netchaieff: «Contra los cuerpos, la violencia; contra las almas, la mentira», vale decir, con las tanquetas para matar en la calle a los demócratas, y delante de todos comulgando, como aquel sanguinario Pinochet, que a punto estuvo de presidir un Tribunal Internacional de la Verdad. Nada que envidiar a Quevedo:

«Y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte».

¿Pudo haber «una época en que parecía que todos los hidalgos de España eran al mismo tiempo poetas y soldados»5? Los poetas hacen malas trovas en el campo de batalla, y los militares malos ripios en el telar de los poetas, como Pedro José Proudhon, que presumía de filósofo entre los economistas y de economista entre los filósofos. Así pues, a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César. Ahora bien, ¿qué es del César? Unas gestiones económicas fraudulentas, y luego un paradero desconocido por todos, excepto por sus conocidos protectores. En algo sí que estoy de acuerdo con Ramiro de Maeztu: «Y aunque nos duele España, y nos ha de doler más en esta obra, todavía es mejor que nos duela ella que dolernos nosotros de que no podamos hacer lo que debemos»6. Nunca olvidaré aquel fallo garrafal que yo, ratoncito colorao, cometí cuando estudiaba primero de bachillerato corrigiendo la frase de José Antonio Primo de Rivera «amamos a España porque no nos gusta» por esta otra: «amamos a España porque nos gusta». He tardado mucho en comprender que no era una errata del impresor, sino una gran enseñanza. Y todavía, por mi lenta digestión, a veces no sé si lo que me gusta es porque no me gusta, o si no me gusta porque me gusta. Virtutes paganorum splendida vitia. Bueno, olvídenlo.

1 «Un día de marzo o de abril de 1936, otro glorioso mártir de la Nueva España, don Víctor Pradera, al regresar a su hogar, después de presidir una conferencia de la Sociedad Cultural Acción Española, refiere a su esposa que, al encontrarse con Maeztu, éste le había dicho: “Don Víctor, ¿cuándo nos asesinan a usted y a mí?”» (Eugenio Vegas Latapie. Prólogo a Defensa de la hispanidad, 1934. Gráfica Universal Evaristo San Miguel, Madrid, cuarta edición, 1941, p. 9).

2 Maeztu, R, de: Defensa de la hispanidad cit, p. 14.

3 Ibi, p. 48.

4 Ibi, p. 304.

5 Ibi, p. 27.

6 Ibi, p. 29.