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Argumentum ornithologicum - Carlos Díaz

Fíjense no más en este argumentum ornithologicum demostrativo de la existencia de Dios, que ni por asomo se imaginó nadie en ningún libro de Teodicea: «Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo, o acaso menos; no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese número entero es inconcebible: ergo, Dios existe»1. Ni el Círculo de Viena en los momentos de su máximo esplendor fisicalista («de lo que no cabe hablar es mejor callar») hubiera podido negarlo. Pues por negarlo y nada más que por negarlo comienza la historia universal de la infamia: quien dice tan sólo lo que palpa y lo que ve se aferra al esse est percipi y de ese modo queda condenado de por vida a no pasar de ciego y de mudo, pues el lenguaje no es tan sólo lo escrito o leído, sino aquello a lo que siempre le falta por decir o por escribir.

Conoce a todos, que nadie te conozca, niega a todos y a Dios mismo, pero tú afírmate es lo que impepinablemente piensa quien no se conocerá jamás a sí mismo, más ciego que Tiresias «mientras un pájaro detiene el silencio / y la noche gastada / se ha quedado en los ojos de los ciegos». La relación que pueda existir entre pensamiento no dicho y lenguaje dicho sigue siendo objeto de conjeturas y de refutaciones, pero nadie hay que sepa distinguir con total precisión ese hiato que hipotéticamente separa el decir del callar, pues hay un callar diciendo como hay un decir callando. Imposible saber cuándo hablas a solas contigo mismo, o cuándo pensándote silente hablas por boca de ganso, es decir, cuándo en ti habla la mirada sin palabras de tu universo relacional. Hablar es siempre dialogar cuando bien, y dualogar cuando mal. Qué pasa en el cerebro mientras tanto, sin olvidar el hemistiquio de los suspiros, resulta a veces tan difícil como saber qué es lo que pasa en nuestro corazón, a veces descorazonado, a veces acorazado, entre la prosaía y la poesía. Todo es a la vez definido e indefinido, tanto lo primero como lo segundo.

Al escribir pasa lo mismo, por eso dejó dicho el gran Alfonso Reyes: «Esto es lo malo de no hacer imprimir las obras: que se va la vida en rehacerlas». Otro tanto acontece cuando se trata de rehacer la vida, algo que en mi caso vengo haciendo desde que nací en un pueblecito de Cuenca a los 1944 años y pocos más de la cruz. Los trabajos de mi vida tampoco recuerdo si empezaron en un jardín de Tebas, o en la fragua de Vulcano, o si ambos guardan un parecido secreto. Más aún, quizá algún otro está escribiendo estas mismas líneas que unas veces me parecen mías y otras no, algo no tan raro cuando el yo se pelea por ser mi: «Durante muchos años, yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre. Este hombre fue Carlyle, fue Johannes Becher, fue Whitman, fue Rafael Cansinos Assens, fue De Quincey»2. E incluso también alguna mujer, don Jorge Luis.

Desgraciadamente la ley de la indefinición lingüística se muestra en los superventas, es decir, aquellos ‘influencieros’ que ‘ponen en valor’, si serán gilipollas, lo que supuestamente comienza a valer cuando ellos mismos dicen haber leído el libro recomendado por los que a su vez leen lo que dicen los medios: «Oyeron que la concisión era una virtud y tienen por conciso a quien se demora en diez frases breves y no a quien maneje una larga. La vanidad de estilo se ahueca en otra más patética vanidad, la de la perfección. No hay un escritor métrico, por casual y nulo que sea, que no haya cincelado su soneto perfecto, monumento minúsculo que custodia su posible inmortalidad, y que las novedades y aniquilaciones del tiempo deberán respetar. Se trata de un soneto sin ripios, generalmente, pero que es un ripio todo él: es decir, un residuo, una inutilidad. La página de perfección, la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. Los cambios del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices: la página ‘perfecta’ es la que consta de esos delicados valores y la que con mayor facilidad se desgasta. Inversamente, la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba. No se puede impunemente variar ninguna de las fabricadas por Góngora, pero el Quijote gana póstumas batallas contra sus traductores y sobrevive a toda descuidada versión. La asperidad de una frase le es tan indiferente a la genuina literatura como su suavidad»3. «Una observación última. Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia»4.

Desgraciada, pero precisamente, el no apartarse de la razón ni de la ortodoxia (aunque sea la ortodoxia en la heterodoxia) no solamente es algo propio de la ética del lector medio y mediocre, sino también patrimonio universal de aquellos cuyo único deber es el de ser moderno en todo. Y eso a su vez constituye la máxima de conducta de los políticos parroquiales, rojizas ratas de conventillos, engendros de una mula con un demonio, o sea, lo solamente vil, el asco, el lodo. Aullando exorcismos contra la perrera actúan llenos de rabia, nunca les des de comer en tu mano, no les engordes, no te dejes engañar, no les votes, aunque se vistan de cuando en cuando con collarines de otros colores, perros son y perros se quedan. Ellos también manejan el argumentum ornithologicum, aunque para graznar mientras devoran hasta sus propias carroñas. Quien con cuervos acuesta encorvado amanece. Qué feos son con su cuello pelado.

1 Borges, J-L: Amanecer, in Obras completas. Vol. I. Ed. RBA, Barcelona, 2005, p. 787.

2 La flor de Coleridge. Ibi, p. 639.

3 La supersticiosa ética del lector. Ibi, pp. 203-204.

4 La flor de Coleridge, Ibi, p. 641.