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Odio, luego existo - Carlos Díaz

La primera novela de Unamuno fue Paz en la guerra, publicada en 1897, y a las alturas del 2020, después de haber leído todas y cada una de las suyas, en más de una cosa soy su sombra, asombrado además por tantas coincidencias y solicitaciones de la vida. Siendo don Miguel de Unamuno y don Carlos de Díaz tan raros, nada de raro tiene esta rareza. Al presentarnos a Pedro Antonio Iturriondo, el chocolatero, antiguo soldado de la primera guerra carlista, dice: «En la monotonía de su vida, gozaba Pedro Antonio de la novedad de cada minuto, del deleite de hacer todos los días las mismas cosas y de la plenitud de su limitación. Perdíase en la sombra, pasaba inadvertido disfrutando dentro de su pelleja, como el pez en el agua, la íntima intensidad de una vida de trabajo, oscura y silenciosa, en la realidad de sí mismo, y no en la apariencia de los demás. Fluía su existencia como corriente de río manso, con rumor no oído, y de que no se daría cuenta hasta que se interrumpiera». Supongo que en esta conceptualización de don Miguel no tendría poco que ver lo que su adorado Soren Kierkegaard (igualmente adorado por mí) denominaba repetición, excelente categoría existencial tan desaparecida en combate en nuestros días, donde la gente, aburriéndose por la repetición de lo cotidiano, se aburre buscando sin ser de ello consciente otra repetición, la repetición de novedades.

Pues bien, en sus sonoras soledades interiores, no inhabilitadoras de las grandes presencias exteriores, sino causantes de las mismas, el ciudadano es quien es. ¿Y quién es? Un roedor de la muerte, algo incapaz de aprehender por el superficial, y de lo que huye como alma que lleva el diablo. Sí, el diablo, lo negativo, y de una manera antonomásica el odio, o sea, el tú no. Como dice certeramente un gran conocedor, «cada novela es para Unamuno un intento de vivir la muerte, de pasar a través de ella, de dejarla llegar, de entrar en el ámbito helado y quedar, a pesar de ello para verla ya desde el otro lado, es decir, consumada, para mirar ansiosamente detrás»1. De una u otra manera, no se puede mirar adelante sin volver la vista atrás, sin volver a pisar la senda ya pisada, querido Antonio Machado, tan admirador de Unamuno como yo lo soy del propio Machado, razón por la cual, y prueba de la verdad de lo antedicho, no se me olvida nada de lo que ellos dijeron cuando yo, sobre sus pasos, quiero pasar a decir.

Ahora bien, ¿qué hay detrás de la vida postrera, de esa postrimería a la que la teología escolástica situaba junto a infierno y gloria, es decir, paz en la guerra? Lo más inquietante de la muerte es lo que suponemos que hay detrás de ella, pues afirmar que la nada es lo único que sigue a la muerte supondría la muerte de la nada misma, y con ella su absoluta indefensión. Dice demasiado quien no sabe dejar a la muerte decir su última palabra.

La novela Abel Sánchez. Una historia de pasión, publicada en 1917, tres años después de Niebla, intenta penetrar en la intimidad del personaje y apoderarse de su sustancia íntima, teniendo al odio como protagonista: «Empecé a odiar a Abel con toda mi alma, y a proponerme a mi vez ocultar ese odio, abandonarlo, criarlo, cuidarlo en lo recóndito de las entrañas de mi alma. ¿Odio? Aún no quería darle su nombre, ni quería reconocer que nací, predestinado, con su masa y con su semilla. Aquella noche nací al infierno de mi vida». Esto ocurre a Joaquín el día de la boda de su amada prima Helena con Abel, su amigo íntimo, a quien odia a la vez que ama: «El odio a Helena, y sobre todo a Abel, porque era odio, odio frío cuyas raíces me llenaban el ánimo, se me había empedernido. No era una mala planta, era un témpano que se me había clavado en el alma; era más bien mi alma toda congelada en aquel odio. Y un hielo tan cristalino que lo veía todo a su través con una claridad perfecta». Frío es el calor del odio. Intensamente frío lo es en grado máximo: a partir de ese momento Joaquín no va a ser Joaquín, sino el que odia a Abel, por tanto, el que necesita a Abel para ser, aquel cuya autoconciencia recognoscitiva es el odio, forma extenuante de conocer. Joaquín necesita que viva Abel para vivir él mismo, Joaquín, he ahí la esencia del parasitismo existencial sin mezcla de identidad personal alguna. A mayor incremento de odio, mayor mengua de ipseidad. He ahí también una de las máximas paradojas: necesitar al otro para no ser sí mismo. De ahí también su consecuencia más perversa: convertirse al otro para ser uno mismo no siéndolo, no siendo uno mismo, con-versión sin mezcla de diversión (di-versión). Conversión perversa que entraña una liberación, la liberación del odio que constituye a la persona de Joaquín.

Pero aquel hombre, Joaquín, tampoco podía ser de su mujer porque no era dueño de sí, porque no se pertenecía a sí mismo, era res nullius. Cuando se casa con Antonia, la hija de la señora a quien cuidó como médico hasta su muerte, también su relación estaba llena de vacío: «¿Pero llegué yo a querer de veras a mi Antonia? Ah, si hubiera sido capaz de quererla, me habría salvado. Era para mí otro instrumento de venganza. Queríala para madre de un hijo o de una hija que me vengara. Aunque pensé, necio de mí, que una vez padre se me curaría aquello. Mas ¿acaso no me casé sino para hacer odiosos como yo, para transmitir mi odio, para inmortalizarlo?».

De nuevo la muerte del amor y la eternización del odio: «Vi que aquel odio inmortal era mi alma. Ese odio pensé que debió de haber precedido a mi nacimiento, y que sobreviviría a mi muerte. Y me sobrecogí de espanto al pensar en vivir siempre para aborrecer siempre. Era el Infierno. ¡Y yo que tanto me había reído de la creencia en él! ¡Era el infierno!».

Allá donde fuera Joaquín, allí llevaría a cuestas su infierno, eso claro para Joaquín: «Esta idea de que ni siquiera pensasen en mí, de que no me odiaran, torturábame más que nada. Ser odiado por él por un odio como el que yo le tenía era algo y podía haber sido mi salvación. ¿Por qué no me odia, Dios mío, por qué no me odia?». Pues si hubiera habido la misma intensidad en el intercambio de odios, al menos habría habido una relación, pero la ausencia del odio ajeno contra el mío propio crea una todavía más odiosa despotenciación de mi propio odio; dicho de otra manera, si el otro no me odia, mi yo no existe: ¡un yo odiador que además no existe como ser, maldito infierno!

«¿Por qué no me odia, Dios mío, llegó a decirse, por qué no me odia? Y se sorprendió un día a sí mismo a punto de pedir a Dios, en infame oración diabólica, que infiltrase en el alma de Abel odio a él, a Joaquín. Y otra vez: “¡Ah, si me envidiase… si me envidiase”. Y a esta idea, que como fulgor líquido cruzó por las tinieblas de su espíritu de amargura, sintió un gozo como de derretimiento, un gozo que le hizo temblar, hasta los tuétanos del alma, escalofríos: ¡Ser envidiado! ¡Ser envidiado!».

Inevitablemente, el odioso odiador tiene que echar la culpa a todo lo que se mueva: «¿Por qué he sido tan envidioso, tan malo? ¿Qué hice para ser así, qué leche mamé? ¿Era un bebedizo de odio? ¿Ha sido un bebedizo mi sangre? ¿Por qué nací en tierra de odios, en tierra en que el precepto parece ser “odia a tu prójimo como a ti mismo”? Porque he vivido odiándome, porque aquí todos vivimos odiándonos».

Coda final: Dios termina acusado de haber roto todos esos platos, algo que me recuerda a la afirmación de Georges Brassens por parte de los odiosos: «Si Dios existe, exagera». Como escribe Albert Béguin, el sucesor de Mounier a la muerte de éste en la revista Esprit, «sólo el pecador que ha experimentado la tiranía de Satanás y aprendido así de qué libertad disponía para arrancarse de ella, asciende desde el fondo más bajo a fin de ofrecer a Dios esta misma libertad que procede de Él. Y es por haber entrevisto las llamas del infierno por lo que la criatura se arroja a la combustión del amor divino, que debe un día transformarla en un horno»2.

Yo no sé si ustedes, mis lectores, han envidiado mucho, e incluso si se pasan la vida envidiando. Si es así, recuerden que cada día matan todo mediante esa pulsión que supura odio. Y que cada palo aguante su vela, o cambie de forma de navegar. Acusado de asesinato, el delincuente James Rodgers ante el pelotón de fusilamiento fue preguntado por el último deseo, a lo que respondió con estas palabras: «Un chaleco antibalas». No caerá esa breva.

1 Marías, J: Miguel de Unamuno. Ed. Espasa Calpe, Madrid, 1942, p. 60.

2 Béguin, A: Léon Bloy, místico del dolor. FCE, México, 2003, p. 29.