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Felipe II y la naturaleza humana - Carlos Díaz

«El estudio de Felipe II era pequeño, sencillo, más parecido a la celda de un monje que al despacho de trabajo del más poderoso monarca de su tiempo. Allí está la alta y estrecha mesa donde Felipe II escribía constante e interminablemente; y allí están sus libros encuadernados en cuero, los clásicos griegos y romanos. Y, junto a su silla plegadiza, el escabel, cortado en dos, sobre el cual descansaba la pierna enferma mientras trabajaba. Pero desde una ventana de la habitación captamos una pincelada de belleza. Abajo, un jardín de árboles de boj; más allá, la campiña extendiéndose hacia las montañas. ¡Pero el dormitorio de Felipe! ¡Qué pequeño y oscuro, con su altarcito en un rincón! A través de las montañas el monarca podía ver el altar mayor de la iglesia y participar en la misa. Aquí Felipe II pasó al otro mundo. Desde Madrid lo trajeron en una silla de manos a que muriese en El Escorial, y durante siete días robustos sirvientes cargaron con él por la áspera carretera. La silla en que fue transportado todavía se halla en el cuartito que da al Salón de Embajadores. A un extremo del salón se encuentra la pequeña mesa donde firmaba los documentos de Estado. Más que las galerías de aquella obra maestra. Más que la iglesia de exquisita belleza, me impresionaban estas estancias de Felipe II»1.

Sí, las monarca-cosas han cambiado. Incluso los embajadores de Estados Unidos en España, como Claude G. Bowers, tan exquisito, tan culto, tan antifascista, han cambiado, a tenor de su hermoso pero casi desconocido libro Misión en España. Desde luego, no creo que los actuales embajadores de Estados Unidos ni los monarcas actuales tengan mucho que ver. Sin embargo, siempre he tenido problemas de comprensión respecto a las personas y el poder. ¿Cómo es posible que una persona como su católica majestad Felipe II, con su capillita en el dormitorio y su lecho dando al altar mayor para tener comunicación directa con Dios, tuviese un ejército tan descomunal con el que mataba a enormes cantidades de gente cada día, aunque fuese para arruinar a España con el alibí de engrandecerla? Del mismo modo, ¿cómo fue posible que el emperador Marco Aurelio, siendo un buen filósofo estoico, perpetrase todo tipo de violencias salvajes y ordalías con los habitantes del limes romano a los que llamaba bárbaros?

Para mí, si la persona es en sí misma un misterio, mucho más misteriosa es su relación con los demás, tanto más cuanto mayor es su ámbito de relaciones de influencia, y tal vez por eso admiro la grandeza de la gente según su coherencia de dentro a fuera y de fuera a dentro. Dicho del modo en que siempre lo digo: el arte de ser grande es saber ser pequeño. Parece fácil, pero es muy difícil. Tal vez para ser grande en lo grande y pequeño en lo pequeño haya falta ser grande en lo pequeño y pequeño en lo grande, fórmula de la más rigurosa modestia. Lo que no pase por ella no será sino mala vida, la vida chueca, malaventurada.

Al mismo tiempo, y para evitar o al menos atemperar tantas cojeras entre lo grande y lo pequeño también en cada uno de nosotros, no estaría de más reducir en lo posible los espacios sociales propios de un mundo injusto: para menor cojera, un empedrado más uniforme; aunque ello no haría desaparecer las envidias, las haría más visibles. El sabio Solón nos dio ya la idea cuando mandó hacer monedas del tamaño de las ruedas de un carro para que pagasen más impuestos los dueños de las ruedas más grandes y a la vista de todos. Así preveía y daba respuesta a la canción de Manolo Escobar cuando dolientemente se preguntaba: «Mi carro me lo robaron, ¿dónde estará mi carro?». Carro que estaba en un banco de Suiza cargado de relojes de lujo y de millones de dólares en una cuenta camuflada casi anónima e indescifrable.

Felipe II, Claude Bowers, Juan Carlos I, Solón, nosotros. Todo pasa y todo queda.

1 Bowers, C-G: Misión en España. 1933-1939. En el umbral de la Segunda guerra mundial. Ed. Grijalbo, México, 1955.