Artículos

Memoratísimo - Carlos Díaz

«Durruti era un amigo. Tenía muchos amigos. Se había convertido en el ídolo de todo un pueblo. Era muy querido y de corazón. Todos los allí presentes sentían su muerte como una pérdida atroz e irreparable, pero expresaban sus sentimientos con sencillez. Callarse, quitarse la gorra y apagar los cigarrillos era para ellos tan extraordinario como santiguarse o echar agua bendita. Miles de personas desfilaron ante el ataúd de Durruti durante la noche. Esperaron bajo la lluvia, en largas filas. Su amigo y su líder había muerto. El entierro se llevó a cabo al día siguiente por la mañana. Desde el principio fue evidente que la bala que había matado a Durruti había alcanzado también al corazón de Barcelona. Se calcula que uno de cada cuatro habitantes de la ciudad había acompañado su féretro, sin contar las masas que flanqueaban las calles, miraban por las ventanas y ocupaban los tejados, e incluso los árboles de las Ramblas. Todos los partidos y organizaciones sindicales, sin distinción, habían convocado a sus miembros. Al lado de las banderas de los anarquistas flameaban sobre la multitud los colores de todos los grupos antifascistas de España. Era un espectáculo grandioso, imponente y extravagante: nadie había guiado, organizado ni ordenado a esas masas. El escuadrón de caballería y la escolta motorizada que debían de haber encabezado el cortejo fúnebre se hallaban totalmente bloqueados, estrujados por la muchedumbre de trabajadores. Por todas partes se veían coches cubiertos de coronas, atascados, e imposibilitados de avanzar o retroceder. Con un esfuerzo mayúsculo se logró allanar el camino para que los ministros pudieran llegar hasta el catafalco.

»A las diez y media, el ataúd de Durruti, cubierto con una bandera rojinegra, salió de la casa de los anarquistas llevado en hombros por los milicianos de su columna. Las masas dieron el último saludo con el puño en alto. Entonaron el himno anarquista Hijos del pueblo. Se despertó una gran emoción. No, no eran las exequias de un rey, era un sepelio organizado por el pueblo, todo ocurría espontáneamente. Reinaba lo imprevisible. Era simplemente un funeral anarquista, y allí residía su majestad. Tenía aspectos extravagantes, pero nunca perdía su grandeza extraña y lúgubre. Se había dispuesto que la comitiva fúnebre se disolviera después de los discursos. Sólo algunos amigos de Durruti debían de acompañar el coche fúnebre al cementerio. Pero este programa no pudo cumplirse. Las masas no se movieron de su sitio; ya habían ocupado el cementerio, y el camino hacia la tumba estaba bloqueado. Era difícil avanzar, pues para colmo miles de coronas habían vuelto intransitables las alamedas del cementerio. Caía la noche. Durruti fue enterrado al día siguiente»1.

Pero ¿cómo era ese hombre a quien el pueblo quería tanto? «El 28 de agosto es el día de San Agustín, el santo patrono de Bujaraloz. Ese día se celebra la tradicional verbena. En vísperas de la fiesta la gente andaba un poco desconcertada y no sabía qué hacer. No parecían muy dispuestos a renunciar a la verbena, aunque no armonizara mucho con la nueva situación. Fueron a ver a Durruti para discutir con él el problema. “¡Sea!, dijo él. Antes hacíais la fiesta en honor a San Agustín, desde mañana festejaréis la gloria del compañero Agustín, y asunto terminado”. “En lo que se refiere a cuestiones religiosas, Durruti nunca se molestó; una vez me regaló incluso una biblia en latín que había encontrado no sé dónde”»2. «Ocurrió que Durruti había encontrado a unos gitanos en su zona de operaciones en el pueblo de Monegrillo y persuadió al pueblo nómada por excelencia a que se pusiera a construir carreteras. Lo que a algunos les pareció una maravilla los gitanos lo llamaron ‘castigo de Dios’. Durruti ayudaba a los campesinos siempre que podía. Cuando los vehículos y los tractores de la columna no eran utilizados en el frente, los ponía a disposición de los campesinos para cultivar tierra virgen. Los camiones de la columna transportaban trigo y abono y llevaban agua a las cisternas cuando éstas se agotaban»3.

Durruti había atracado numerosos bancos en diferentes países para la causa obrera, había ordenado fusilar gente durante su dirección de la columna Durruti en el frente de Aragón. Había sido encerrado en cárceles sórdidas e inmundas, recibido innúmeras palizas, herido de gravedad bastantes otras, y perseguido siempre. Seguramente para muchos que no pensaban como él, un engendro del diablo.

Otros no vieron nada, no hicieron nada, no sintieron otra cosa que miedo por sí mismos y por los suyos, gentes de misa y comunión diaria amigos de los luceros y las estrellas por el imperio hacia lo que ellos llamaban Dios. Únicamente apoyaron el sonoro rugir del cañón que disparaba por la derecha. Los ricos, los poderosos.

Esta polarización, pese a no ser tan rígida en muchos casos, respondía a dos antropologías diferentes. La primera desapareció y la segunda sobrevive en posguerra, aunque la guerra sigue activa como un polvorín en cualquier rincón. No son disposiciones coyunturales e históricas, sino dos modos de ser que se mantienen estables entre las personas, desde el comienzo de los tiempos, la marea siempre subiendo y bajando. Recuérdese que de la estable inestabilidad de la monarquía de Alfonso XIII hablan los 32 gobiernos durante los 23 primeros años del siglo. Siempre los parientes ‘evaporados’ son esas figuras que los niños de la familia no han visto nunca, ni los verán, pero están ahí. Hasta el lenguaje suele ser fuente de desequilibrio, como en la escueta conversación de las ‘casheras’ vascas: «¿Cómo vas de la reuma?». Y la otra contesta: «Yo manzanas traigo».

Al haber aceptado la pequeñez de espíritu como principio rector de la experiencia, dirigimos nuestra vergüenza disfrazada de hostilidad contra aquellos que no se rindieron y pagaron por ello. Si están vivos los matamos con la pretensión de que no existen; si están muertos, los matamos por segunda vez, sofocando su memoria con el blindaje del olvido. Memoratísimo para mí cada día de mi vida.

1 H-E Kaminski. In Enzensberger, H-M: El corto verano de la anarquía. Ed. Grijalbo, Barcelona, 1972, pp. 13-16.

2 Jesús Arnal. Loc. cit, pp. 225.

3 Ricardo Sanz. Loc cit, pp. 225-226.