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Un virus deleznable (Diario de campaña 18) - Benito Estrella

El primer requisito para honrar a los difuntos es reconocer que efectivamente están muertos; para recordarlos. Y luego contarlos, contarlos bien, sin que falte ni uno; y ponerles nombre, pues cada uno de ellos tiene —ya lo dijimos— un valor infinito. Están los muertos por coronavirus, están los que no se sabe o se quiere saber si han muerto por coronavirus y están los que han muerto de otra cosa, pero también por culpa del coronavirus. A todo aquel que haya vivido en estos días la pérdida de un familiar o de un amigo tendrá que repugnarle como a mí el empeño del gobierno en olvidar no ya los nombres sino incluso el número de los muertos y erigirse en el salvador de un montón amontonado de los que quedamos vivos, a los que debemos acompañar en su sentimiento, no pedirle su agradecimiento.

Lo decente sería reconocer los hechos y los errores cometidos, la incompetencia tal vez, la falta de previsión o la ignorancia; es decir, los pecados humanos, siempre perdonables, en vez de empeñarse en el continuo zaherir el dolor acaecido, considerando a los ciudadanos atemorizados como idiotas a los que además hay que confundir para manejarlos como peleles. Uno puede estar dispuesto a perdonar los errores, si se reconocen como tales, pero ¿cómo podremos perdonar que se burlen de nosotros y de nuestros muertos, a los que nosotros queríamos ver todavía vivos?

A mí, hace pocos días se me murió de coronavirus un amigo, al que consideraba además uno de mis maestros —el profesor Antonio Rodríguez de las Heras— y ahora se me ha muerto otro amigo que fue alumno mío y por eso también maestro mío, Bonifacio, un trabajador de obras públicas cuyo nombre hacía honor a su persona. No se ha muerto de coronavirus, pero sí por culpa del coronavirus, pues según me ha contado la familia, el ictus que le ha causado la muerte no fue atendido hospitalariamente como debía por culpa de unas prioridades que me cuesta trabajo entender. Prioridades que en absoluto hay que atribuir a los médicos y las enfermeras de los hospitales, sino a la gestión administrativa y política correspondiente, pues los mandos del sistema sanitario —como los de la educación— no son nombrados por lo general porque sean buenos médicos —o buenos profesores—, que también los habrá, sino principalmente por su fidelidad al partido que manda.

Bonifacio era de la CNT y llegó a tener un cargo en el sindicato anarquista, en su confederación nacional. Conversaba con razones llenas de pasión y de inteligencia natural, con gran tino. Una vez me dijo que no teníamos políticos, que esos que aparecían en las pantallas eran teleñecos, que estaban ahí de risa, pero con consecuencias serias. Amante del campo y del estudio, que ya no dejó desde que obtuvo su titulo de Graduado, y apasionado por la verdad, en sus ideas y opiniones, que expresaba de manera visiblemente encendida sobre los acontecimientos de la vida social y política, le gustaban estos versos de Machado que sabía de memoria: Yo quiero —decía— "la España del cincel y de la maza, la España implacable y redentora, la España de la rabia y de la idea».

Cuánto nos hubiera gustado, Bonifacio, que las cosas se hubieran hecho de otra manera —pues no está el mañana ni el ayer escrito, repetía citando también a Machado—, como tú te imaginabas que deberían hacerse. Y me decías:

—Vamos a ver, profesor, ¿quién tenía y tiene la información? El gobierno. ¿Quién tenía y tiene el mando? El gobierno. Pues si el gobierno quisiera de verdad la unidad entre todos, los hubiera convocado a todos desde el primer momento, ¿no? Es más: si yo fuera el presidente del gobierno hubiera primero hablado con el rey, que es el jefe del Estado, ¿no? Y juntos hubiéramos convocado a todos los partidos y demás y se hubieran puesto las cartas sobre la mesa: esto es lo que se nos viene encima, hubieran dicho, a ver cómo lo arreglamos entre todos. Porque no podía ser de otra manera, porque el virus es cosa de todos, no depende de unas ideas políticas o de otras. Dime, de verdad te lo digo, ¿tú crees que alguien se podía haber negado? Y fíjate, tú me conoces y sabes la poca simpatía que tengo yo por el Estado y por los Gobiernos, pero ya que tenemos Estado y tenemos Gobierno, vamos a usarlos bien, ¿no?, que para eso dicen que son de todos y para todos. ¿O es que el Estado no es Estado y el Gobierno no es Gobierno? Y fíjate lo que te digo: la pandemia no se hubiera evitado, lo sé, con la naturaleza no se puede; pero quizá se hubiera evitado parte del desastre y, por lo menos, nos sentiríamos todos más juntos y verdaderamente orgullosos de haber peleado por lo nuestro, lo que es de todos, en vez de estar así, echándonos la culpa, enfrentados y desmoralizados, con mala conciencia todos de saber que nadie hace lo que tiene que hacer…

Cuando la pandemia deje de reclamar nuestra atención, tendremos que asumir la tarea responsable de rehacer lo deshecho, sobre todo la grave, delicada tarea, uno por uno, de la reconstrucción de nuestros endotelios interiores, que, lo sepamos o no, seguro que han sido infectados, quizá también para mal. Porque hemos de saber que todo esto viene de mucho más atrás y de más hondo. Nos hemos revestido de reyezuelos de cualquier nosismo, déspotas que se erigen en autócratas, fundamento de sí mismos; que creen poder disponer de todo, lo humano y lo divino, del ritmo y la armonía naturales, dictando a sus antojos, cuál nuestra libertad, cuál nuestro yo más propio. Pues qué frágil es la palabra como fundamento único de promesas incumplidas en nuestras pretenciosas democracias. La palabra exige un referente del que depende su verdad, terriblemente frágil como decimos, pues remite en última instancia al interior de cada uno, a la honradez y sinceridad con que asumimos su exacto cumplimiento, a la fidelidad con que cumplimos nuestras promesas, a la seguridad de que no la usaremos como arma arrojadiza para la guerra y el engaño y la propaganda. Así se llega al uso de la palabra como lugar común de la mentira. Y cuando aquellos que pretenden ser de manera particularmente representativa el referente de la verdad común, sin conocer qué es la lealtad ni la honradez personal, se hacen con el poder de las instituciones democráticas, entonces la democracia se degenera y se pervierte en un simulacro en el que unos cuantos chapotean en el fango que a todos nos salpica.

En las dependencias palaciegas trajinan y traman sus mentiras los tejedores del paño inexistente; si un día aparece la verdad terminarán huyendo con su botín —me decía Bonifacio recordando el famoso cuento—. Por eso, cuando pase la pandemia, tendríamos que volver a empezar otra vez desde el principio, desde la encrucijada en que elegimos erróneamente el camino. Y buscar otros mapas y otros guías. Recuperar la fe y la confianza. Y echar a andar de nuevo. Pero, ¿quién tendrá el coraje de reconocer que se ha equivocado de camino y tiene que volver atrás? ¿Quien asumirá, estando en el poder, su debilidad y dejará de echar siempre la culpa al otro, pues eso lo hace sentirse fuerte? ¿Quién dejará de ver como un dogma religioso que hay que ir siempre hacia adelante, en progreso, hacia la nueva o novísima normalidad, sin pensar en los muertos, enfermos o parados que dejamos atrás o si este camino nos lleva al precipicio? Es muy duro reconocer estos errores tan pertinaces y tan fuertes. Nuestra estúpida soberbia de sentirnos cada vez más cerca de la cúspide del mundo, en el progreso interminable de nuestra historia, dudo mucho que nos permita tal acto de humildad.

Tu sangre, Bonifacio, ya no arde encendida contra la mentira y la injusticia. Descansa en paz.