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La fidelidad - Francisco Cano

La fidelidad

La infidelidad cobra fuerza y nos preguntamos el por qué y el para qué de la fidelidad.

Una libertad entendida como vida según la propia voluntad parece ser el aspecto más importante que se destaca, que se ha acentuado en el momento presente de confinamiento, de encarcelamiento.

Las experiencias en el acompañamiento, los datos sociológicos que nos proporcionan las estadísticas durante estos meses, muestran que en el tiempo de la pandemia han crecido las separaciones, rupturas matrimoniales, casos de violencia entre las parejas, dificultades en las relaciones y en la convivencia. Observamos que no hay ninguna referencia a la verdad, a la fidelidad, al bien que afirmamos, que es aquello que permanece por encima de tiempos y circunstancias: el amor. Observamos, también, la ausencia de discernimiento, que se realiza en y desde el amor. Nos muestran la razón de las rupturas: “yo” hago y deshago en mi vida según mi voluntad, “prefiero errar”, “saber que estoy en el error”, “ser estúpido”, pero libre.

La encerrona en nosotros mismos lleva a huidas, “el que se busca nuevas amistades”, no tanto por el cansancio que las antiguas le producen, o por el placer de cambiar, sino por la hartura de no ser lo bastante admirado por aquellos que le conocen bien, con la esperanza de serlo más por aquellos que no le conocen tanto” (Carlos Díaz, Amor Confiado, Sinergia, 2002, p.36), para salir del pozo donde se ha metido, la infidelidad brota al no saber poner luz a nuestra realidad existencial más profunda: seres contingentes, precarios, finitos, necesitados de amor de donación y la no salvación por nosotros mismos. Sin un “Tú” y un “nosotros” los frutos del estar encerrados en nosotros mismos son evidentes: un estado de ánimo que ha hecho de la libertad un ídolo.

¿Desde esta concepción de la libertad se puede hablar de fidelidad? Saber permanecer en la debilidad, en la duda, en la angustia, que nacen de la finitud, y posible desaparición, en el cronos como señal de maldición, hacen imposible vivir en plenitud. ¿Desde dónde y desde qué opciones prioritarias, no abstractas, sino vitales y amorosas, puede el hombre dar a luz a estas y otras realidades vitales que se le presentan ineludibles, fatales?

La persona orientada hacia sí misma buscará separar razón y sentimiento, provocando inquietud y malestar, porque a ese “estar mal” no se le encuentra el origen, que está en que el componente afectivo-sensorial y el racional no se dirigen unidos hacia el mismo objetivo y el Espíritu no puede actuar sobre el sentimiento porque está ocupado con los placeres sensuales. Los sentimientos se hinchan con los placeres sensuales y cuando uno está satisfecho con ellos, no está disponible para gozar de los placeres espirituales (M. I. Rupnik). Esta dimensión está atrofiada, parece que a la persona le falta por descubrir un componte esencial en su vida: el trascendente.

La libertad

La pregunta es: ¿cómo ser verdaderamente libre? Hay quien opina que el mejor modo de ser libre consiste en mantener en posesión autónoma la propia libertad, sin entregarla de modo irrestricto y definitivo a nadie ni a nada.  Así todas las opciones de la vida son revisables: la profesión, la pareja, el sexo, la vocación… siempre que la propia libertad no se encuentre satisfactoriamente realizada con la opción que se está viviendo. Aquí el criterio último de discernimiento es el afectivo-psicológico.

Esta manera de ser minusvalora las responsabilidades que se han adquirido en el transcurso del ejercicio de la libertad, privilegiando la autonomía soberana de una libertad que supone su logro en la posibilidad de disolución de toda atadura a la que se haya vinculado.

¿Tiene sentido la fidelidad? Fidelidad ¿a quién? Los metadiscursos de que tengo que amar al que tengo a mi lado; que sólo la permanencia en el amor hace ver el sentido de la verdad de la vida: el amor; la toma de conciencia vital, no abstracta, de que la fidelidad en la debilidad es igual a fecundidad; que la fidelidad en el amor es fecunda; que la fidelidad en la amistad es el don mayor con el que el hombre se puede encontrar para ser feliz… no tienen significado, no son aceptables por una gran mayoría.

Libertas, fidelitas, veritas, aletheia (lo que no muere, la verdad), caritas, van juntas

¿Podemos afirmar esto desde la inteligencia abstracta, al margen de la vida? ¿Hay que recurrir a Dios, y los cristianos al Evangelio, para ser fieles? Es evidente que existen y han existido hombres y mujeres fieles, honrados, solidarios, entregados por amor, que dicen no creer, o son de otra fe, culturas y tradiciones distintas de la cristiana. No sé si serán los que, como dice Mateo en el capítulo 25 (v. 31-46), Dios reconocerá por el comportamiento que han tenido con sus semejantes, que no será fe, religión, espiritualidad, sino solo una cosa: su comportamiento con sus semejantes. Queda claro que no será un principio dogmático, sino ético; no será un principio religioso, sino laico, igualmente válido para todos los seres humanos. Sólo el amor será criterio último de discernimiento por parte del Rey del universo.

El fundamento de la fe cristiana es Dios. El Dios de Jesucristo. Sin esta experiencia fundante del Dios amor, que lleva consigo dejarse alcanzar por Cristo, que acoge al hombre en su experiencia límite de muerte cuando se deja amar por Él, no es posible que el hombre pueda entender lo que le muestra esta experiencia de muerte. La paz la encontramos, como San Juan de la Cruz nos narra en su propia experiencia de muerte: “Quedeme, olvideme; el rostro recliné sobre el Amado; cesó todo y dejeme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado”.

La Palabra viene en nuestra ayuda

En el Apocalipsis encontramos este sentido: “Esto dice el Amén, el testigo fiel y veraz” (3,14). El término ‘emet (verdad), que proviene de la raíz `mn, que se encuentra en ´aman que significa “fue sostenido”, “fue firme”, “sólido”, es decir aquello en lo que uno se puede apoyar sin peligro de hundirse. Pues bien, de aquí deriva el significado de “fiel”. Lo que es fiel, fidedigno, permanece (amén) y es sólido. Para el creyente, lo único que permanece de verdad y da testimonio de su permanencia es Dios, el Dios revelado en Jesucristo; pero no le quita al hombre tener que pasar por la oscuridad, desesperanza, vacío, experiencia nihilista de ser para la muerte.

Jesucristo dio su vida: desde la fidelidad a la voluntad de su Padre, obediente hasta la muerte en cruz, hizo que su vida entregada por amor, sea fecunda.

¿Qué es lo que da solidez y fidelidad a nuestra vida para hacerla fecunda?

Ser fiel es el primer rasgo de lo que es sólido y permanece para siempre. La experiencia de cada uno de nosotros, de la comunidad, de la Iglesia, parte de una llamada que Dios nos ha hecho y que nos llama a levantarnos y a ponernos en camino siempre, porque Él es fiel y no falla a su palabra. Por esto debemos comprender que el identificar lo sólido con lo que es fiel contribuye a la búsqueda de la verdad.

La fidelidad la experimentamos en la Palabra. “Señor, tu palabra es eterna más estable que el cielo” (Sal 119), pero tus palabras se fundan en la verdad. Esta certeza es la que va madurando en nuestras vidas de fe de tal manera que nos sentimos regenerados por la Palabra.

El fiel es solo Dios, el Señor, que es una realidad personal. Y esta fidelidad de Dios la hemos visto en el Hijo. Sí, hay un inmenso abismo entre el Fiel, el Señor, y la infidelidad de su pueblo; pero existe un puente: el hombre y Dios son interlocutores. De la misma manera que Dios hizo una alianza con el pueblo judío, los hombres, desde Jesús, Alianza nueva y eterna, experimentan la fidelidad y la veracidad de Dios, que permanece por siempre.

La alianza, expresión de relación fiel, logra unir las dos realidades abismalmente antónimas: la verdad del Señor y la vulnerabilidad de los hombres.

En una palabra: Dios establece con los hombres una relación fiel gracias a su Palabra. Hay Uno que siempre permanece para siempre. Pues aunque la madre se olvide del fruto de sus entrañas, yo no te olvidaré (Is 49, 15). Por eso amén significa “mi palabra es firme”, “en verdad”. Amén, “así debe ser”; Amén, “así sea”. Así es la Palabra de Dios. Es la verdad que inspira confianza: “el cielo y la tierra pasarán pero mis palabras no pasarán” (Mt 24,35). El cielo y la tierra están fundados sobre el Amén, sobre el Fiel, pueden pasar pero su fundamento, el Fiel, la Palabra fiel, permanece por siempre. Dios mismo es por tanto Amén, fuerte, seguro, estable, fiable y leal (Is 65,16).

Es la justicia del Fiel la que hace de puente, que recoge al infiel, y por eso el amén con que glorificamos a Dios lo decimos por medio de él (2Cor 1,20). El hombre se ve alcanzado por la verdad por medio de la justicia de la misma verdad, o sea, por medio de la fidelidad al Señor.

Para nosotros, por gracia, fiel es el que no cambia, ni desmaya, o sea, “el mismo”, lo contrario es el engaño, fingir ser. La realidad que no muere, que no se rompe, que permanece para siempre, es la unión libre de las personas que se aman. He aquí la fidelidad fecunda.

Consecuencias de la infidelidad

Sólo la unidad de las personas completamente libres y entregadas en amor la una a la otra garantiza la indestructibilidad. Esto es la fidelidad, porque están inmersas en lo que permanece, que es fiel, libre y no muere nunca.

El principio de la libertad y de la fidelidad es el principio de la verdad. Todo esto, si no es así, antes o después se quiebra, no logra controlar las tensiones, se desliga de la totalidad y muere en las sombras del olvido, de lo que no permanece, de lo que no es fiel.

La persona que acoge y afirma a todos sin exclusión, de no estar por medio el negarse a sí mismo, la historia ha demostrado que el compromiso de fidelidad puede durar un breve periodo.

Vivimos desde el ágape o morimos

Estamos diciendo que hay un principio, el agápico, que se realiza entregándose definitivamente en manos de todos. Este principio que resucitará por el sacrificio de sí mismo, nos hace salir de nosotros dos “yo-tú”, al “vos- otros”. No sólo hay un “yo” y un “tú”, sino también un “tercero”, resplandece así la Trinidad en todo su esplendor de verdad. Cuando quitamos a Dios de nuestras vidas nos destruimos en la raíz, porque somos su imagen y semejanza.

El texto que Ibn Arabi escribió hace cinco siglos rompe los diques del espacio y del tiempo para ir hacia lo fundamental: “Dios me hizo contemplar la perplejidad y me dijo: “Vuelve”. Pero no encontré adónde. Me dijo: “Acércate”. Pero no encontré adónde. Me dijo: “Detente”. Me dijo: “No te retires”. Y me dejó perplejo. Díjome luego una tras otra estas sentencias:

“Tú eres tú y Yo soy Yo”.
“Tú eres Yo y Yo soy Tú”.
“Tú no eres Yo y Yo no soy Tú”.
“Yo no soy tú y tú eres Yo”.
“Tú no eres tú, ni eres otro que tú”.

En el que muestra que el ego humano desaparece y queda sólo el Yo divino. “Quien no se ha detenido en la perplejidad, no me ha conocido. Quien me ha conocido, no ha sabido lo que es la perplejidad”. Y es que Dios no entra en el alma por la vía de la razón, sino por el sortilegio de la unión, que es silencio, día y noche, imágenes y nada. Sólo el amor nos despierta del sueño. En lo humano ya anida lo divino.

El confinamiento nos ha hecho ver que sólo la persona que en su realidad relacional es capaz de sacrificarse libremente y de recompletarse en el otro se sitúa en la verdad, en lo que permanece, en la fidelidad. ¿Por qué? Porque la verdad sólo se encuentra aquí, porque aquí sólo se encuentra el amor que es la unidad a la que libremente se adhiere, y tiene por eso los caracteres de la indestructibilidad y de la incorruptibilidad. El modelo está en la Trinidad, en la libertad del amor. Divinizamos el yo, lo idolatramos, y solo a través de la oscuridad despertamos al otro y aquí viene la conclusión: sólo superando el yo pequeño entramos en el Yo grande. Y cuando me miro a mí le veo a Él.

La Divinohumanidad de Jesucristo contiene el misterio fascinante de la revelación de la verdad, es decir la entrega por amor, el modo de la muerte y resurrección. Es el Espíritu Santo el que nos hace reconocer en la Divinohumanidad de Cristo la humanidad.

Así que el conocimiento de la verdad viene de relacionarnos con ella, de establecer una relación con ella, de acoger su revelación, porque la verdad permanece, la fidelidad se revela y se percibe como amor.

Afirmar el principio de la libertad en el amor como principio de la verdad, de lo que permanece, parece una solución revolucionaria (M. Rupnik, Decir el hombre, p. 72).