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Un virus deleznable (Diario de campaña 17) - Benito Estrella

El explorador ruso Vladímir Arséniev junto a Dersú Uzalá. Fotografía de 1906. Autor desconocido. Dominio público. Fuente: Wikipedia. En estos días de confinamiento he vuelto a ver también Dersú Uzalá, la hermosa película de Kurosawa, que conocemos gracias a que Kurosawa fracasó en su intento de suicidio a raíz del fracaso de su película Dodes Kaden. La película se basa en las memorias escritas por Vladímir Arséniev —consideradas en Rusia como un clásico—, un capitán del ejército soviético que narra sus viajes de exploración por la cuenca del río Ussuri, un afluente del río Amur, en la frontera de la taiga siberiana con China. Ahí conoció a Dersú Uzalá, un cazador que sirvió como guía del grupo de expedición entre 1902 y 1907, salvándolos de morir de hambre y frío en varias ocasiones. «Cada vez que miro atrás y recuerdo el pasado —dice Arséniev en el prólogo de sus memorias—, ante mí aparece la figura del cazador del Alto Ussuri Dersú Uzalá, actualmente fallecido. La tristeza oprime mi corazón apenas rememoro su existencia y también la vida viajera que llevamos juntos». Dersú se queda ciego y el capitán lo lleva con él a vivir en su casa en Jabárovsk para cuidarlo. Pero Dersú, que sufre porque echa de menos su caza y su vida en el bosque, no puede soportar la vida sedentaria de la ciudad y acaba regresando. Y muere allí en el bosque, al parecer asesinado, según cuenta el propio Arséniev.

En la película, el personaje de Dersú Uzalá (interpretado por Maksim Munzuz), emociona con una intensidad desproporcionada con su insignificante apariencia. Un hombre sencillo, que vive en la taiga, animista, para el que todas las criaturas del bosque —minerales, plantas y animales — tienen un alma, son «gente». En una de las muchas escenas de sencilla profundidad conmovedora que tiene la película, la expedición se encuentra con un viejo solitario que está refugiado en una pobre cabaña. Hace muchísimo frío. Por la noche, el capitán y Dersú están sentados junto al fuego y el viejo está enfrente, encogido en la puerta de la cabaña. El capitán le dice a Dersú:

—Dersú, dile al anciano que se acerque al fuego.

—No, capitán —le contesta Dersú con un profundo sentido de respeto por el otro—. No debemos molestarle. Él está pensando. Le gusta pensar. Está pensando en su casa, en su jardín y en sus flores.

Este confinamiento me ha hecho pensar a menudo en la suerte de tener un jardín, algo tan pobre en comparación con el entorno en que vive Dersú Uzalá. Yo no soy un cazador, como Dersú; no podría sobrevivir en la taiga siberiana ni un día, pues no tengo ni la fortaleza, ni las habilidades, ni tampoco la honradez y bondad del espíritu del viejo cazador. Pero me identifico con ese otro viejo que recuerda su casa y su jardín. Recordamos —es decir, volvemos a hacer pasar otra vez por nuestro corazón algo que hemos vivido— aquello de lo que nos hacemos responsables y cuidamos. Como dijo Kurosawa, «la creación es memoria». Más si se trata de personas, más aún si estas personas son frágiles, como los ancianos, los niños o los enfermos. Dice el papa Francisco en su encíclica Laudato si’, «el ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos, y no podremos afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a causas que tienen que ver con la degradación humana y social».

Los problemas ecológicos constituyen otra pandemia, cuyas consecuencias sean posiblemente más graves que las del coronavirus. Y como dice Paul Kingsnorth, la mejor manera de luchar por el futuro del hombre es ensuciarse las manos con la naturaleza; así se aprende de verdad, y no con discursos y buenas palabras, que la naturaleza tiene un valor más allá de su utilidad económica.

Ensuciándome las manos en el cuidado del jardín comprendo de la mejor manera qué es eso de la ecología, de la ‘casa común’. La palabra ‘ecologismo’ está llena de trampas, como todas aquellas que terminan en -ismo, que siempre crean discriminación entre los que se apuntan al -ismo y los que no, pues casi siempre se trata de ideologías. Las ideas ecológicas se presentan ahora asociadas a la ideología progresista. Y esta mezcla es absurda, pues ecología presupone un pensamiento conservador, una visión del mundo conservadora, que es en principio anticapitalista, pero cuya alternativa no presenta otra claridad que ser eso, anti. No se trata de romper y corromper, sino de limpiar, reparar, preservar y conservar. Y esto casa mejor con un pensamiento conservador. Lo que no quiere decir que haya que cambiarla de campo en la lucha política: porque en realidad aquí todos están a ver quien es más progresista, los de un campo y los de su contrario. Los partidos políticos actuales, los llamados de izquierda y de derecha, extremos y de centro, descentrados o de la nada con sifón, son, en cuanto a los contenidos de sus programas, una mescolanza absurda y degenerada de ideas que se contradicen unas con las otras y lo único que les confiere realidad y existencia es la oposición irreductible con que se presenta cada uno en relación con los demás en sus discursos propagandísticos. Todos coinciden en que hay que progresar como sea.

Que ha habido progreso —de manos del capitalismo, todo hay que decirlo—, al menos en lo relativo a los recursos materiales, que son necesarios para una vida digna, es innegable. Mentiría si yo lo negara, pues lo he visto con mis propios ojos y lo he vivido en mis propias carnes, desde los días de miseria de mi niñez y primera juventud hasta la abundancia, sin lujos, de ahora mismo. Políticamente yo diría que este progreso se ha debido a la alternancia en equilibrio de gobiernos socialdemócratas y demócrata-cristianos —que vienen a ser lo mismo—. Pero no deberíamos olvidar que este equilibrio es precario e inestable. Se necesitan hombres y mujeres de Estado con mucho temple y visión clara de conjunto. En el terreno económico, el progreso ha venido porque, gracias a las técnicas de producción, organización y comunicación, se han incrementado enormemente los bienes de comercio y consumo, tanto los necesarios como los innecesarios, pues en la abundancia se confunden fácilmente las necesidades con los caprichos. Todos estos bienes proceden en última instancia del trabajo, del sudor humano de individuos concretos. Y nunca se ha trabajado productivamente tanto, tanta gente, tanto tiempo y con tanta eficacia como ahora, a pesar de los datos oficiales de paro. Aquí también tenemos un problema de equilibrio. Ni el Estado debe apretar tanto que ahogue la iniciativa empresarial ni el empresario debe apretar tanto que ahogue al trabajador. Y este otro equilibrio también necesita de empresarios y obreros con temple y claridad de ideas.

El personaje de Dersú Uzalá de Kurosawa ejemplifica también para mí, en la escena referida, de forma magistral y enternecedora, su profundo y exquisito respeto por el otro y, hoy, para nosotros, la confusión que suele haber entre individuo e individualismo y entre comunidad y colectivo. Dersú es un individuo, un ser único y original que se ha curtido en la soledad de la taiga siberiana, en medio del peligro y de una vida muy dura. Pero su soledad y fuerte personalidad individual no lo han hecho más egoísta, duro e individualista, sino todo lo contrario. En la película se muestra especialmente atento con todos los seres que se encuentra, no sólo sus congéneres humanos, sino con todos los habitantes del bosque. Ha desarrollado un profunda ternura por «la gente» del bosque, que ejercita en su vivir de cada día, sin ninguna teoría, ni ideología, ni filosofía sobre la solidaridad humana o el ecologismo. Y en este mismo sentido, sin pertenecer a ningún colectivo auspiciado por una creencia o ideología común, hace comunidad con los soldados exploradores y les ayuda en todo cuanto concierne a la tarea que tienen encomendada, vive con ellos entregado a la vida en común que, en razón del encuentro fortuito y el camino que han de realizar juntos durante un tiempo, los convierte a todos en hermanos. Así llega a salvar la vida del capitán en dos ocasiones arriesgando la suya propia. Así se forja, entre Dersú y el capitán, una hermosa amistad que solo puede romper la muerte, o mejor dicho, que no puede romper ni siquiera la muerte: una amistad eterna.

Pensar en los demás es pensar en ti mismo, si este pensar no se hace con miedo al otro, a que te va a quitar algo que tu deseas solo para ti. Y por eso cuando piensas en el otro has de hacerlo de la misma manera delicada —con temor y temblor— con que tu mano coge en tu otra mano tu propio pulso.

Confinados, aunque sea por un virus deleznable, parece que algo siempre nos habla, cuando se acalla el mundo, en medio del silencio; algo que a nuestra puerta está llamando, ahora cerrada y nunca quizás tan abierta. Sustraídos al mundo que tanto nos ata en ‘la normalidad’, siempre vieja y siempre nueva, en los afanes que nos impone esa susodicha ‘normalidad’, deberíamos pensar si todo esto no es una invitación a que en este dolor que no debemos olvidar se nos revele una nueva palabra sobre el mundo y cobre vida lo que de valor para la vida estaba muerto u olvidado.

¿Nos será revelado en ese algo que oscuramente ahora presentimos y en tanto paseamos por los claustros de nuestra intimidad recuperada, cuál es nuestro lugar en este mundo donde andamos perdidos? ¿Tenemos que sentirnos realmente ahogándonos para recibir el impulso de querer vivir?