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Kenismós sin Zynismus - Carlos Díaz

Ser tonto y tener trabajo, esa es la felicidad; ser inteligente y cumplir una tarea, esa es una conciencia desgraciada en un contexto alienante.

Preguntado Zeus si el pudor, el respeto, el sentido moral (aidós) debería ser repartido entre todos los ciudadanos, o sólo a unos pocos, respondió sin vacilar: «A todos, y que todos participen. Pues no existirían las ciudades si tan sólo unos pocos de ellos lo tuvieran, como sucede con los saberes técnicos. Es más, dales de mi parte una ley: que a quien no sea capaz de participar de la moralidad y de la justicia lo eliminen como a una mala peste de la ciudad»1.

¿Y si ya está la ciudad entera infectada de esa mala peste? Siempre quedará alguien amigo de la anaídeia, que es frescura, e incluso desfachatez, capaz de atacar los falsos ídolos y de propugnar su desenmascaramiento ideológico; alguien que se niegue a rendir homenaje a lo ‘respetable’ y ‘honorable’ denunciando la inautenticidad; alguien que sea marginal y audaz; alguien que quiera ser no sólo feliz, sino sobre todo digno de la felicidad, aunque para ello le ninguneen o le maten los amantes del desorden establecido, de lo ‘civilizado’ (asteîon): alguien que con mezcla de lo serio y de lo jocoso (spoudaiogéloion) sea lo bastante cínico para morder como el perro la carne rosada de los espectáculos públicos y su ‘moralismo’ amable; alguien que sea activo en el Kenismós, incluso con desvergüenza, como el can, y no con el Zynismus del hipócrita; alguien así quedará. Mi deseo nunca ha sido pertenecer a la secta de Diógenes el perro, pero estoy cada día más dispuesto a pagar el desprecio con que se castiga al happy few marginal por parte de los caballeros de la Orden del Zynismus. Ya me cago en la electricidad y en el ferrocarril, como el maestro Unamuno.

Al preguntar el Kenistés cínico Diógenes qué era la mayor felicidad entre los humanos, el Zynistés dijo: «Ser feliz». Y, como el interpelado se quejara de haber perdido sus memorias al respecto, el Kenistés le respondió: «Debiste escribirlas en tu alma, y no en las tablillas». A partir de ese momento nace el maestro, ocurra lo que ocurra. Cuando alguien levantó su bastón contra Diógenes, éste le ofreció su cabeza y dijo: «¡Pega! No encontrarás un palo tan duro que me aparte de ti mientras yo crea que dices algo importante».

Comportamientos tales me han servido para considerar a tales gentes como dignos de ser mis maestros, aunque a la mayoría le escandalicen. Valgan los siguientes ejemplos de su magisterio: a Diógenes le irritaba que se sacrificara a los dioses para pedirles salud, y en el mismo sacrificio se organizase una comilona contra la salud. Después de que el dueño de la lujosa mansión le invitara a comer pero le prohibiera escupir tras la ingesta, tras aclararse la garganta le escupió en la cara alegando que no había encontrado otro lugar más sucio para hacerlo. En otro banquete respondió que no asistiría porque la vez anterior no le habían dado las gracias.

El atildado hipócrita ¿cómo no va a escandalizarse de esa mala educación? En aquella reunión con atildados clasistas gritó de repente. «¡A mí, hombres!», pero cuando acudieron algunos los ahuyentó con su bastón diciendo: «¡Clamé por hombres, no desperdicios!». Y, como lo eran, no desperdiciaron la ocasión para rasgarse las vestiduras. Por lo demás, habiendo colocado un individuo ‘de orden’ sobre la pared de su casa la inscripción: «¡Que nadie entre!», se untó con ungüento perfumado.

Sin libertad puede haber muchísimos sectarios que enseñen, pero maestros no. Regresaba a Olimpia nuestro maestro y alguien le preguntó si había habido allí mucha gente, a lo cual respondió: «Mucha gente, sí, pero pocas personas». Luego le copió Ferdinand de Tönnies distinguiendo entre comunidad y sociedad. Comentando la afirmación de Sócrates de que el hombre era un bípedo implume, que era seguida por sus discípulos a pies juntillas como no podía ser menos, se arremangó, desplumó un gallo y lo introdujo en la escuela diciendo con toda libertad: «Aquí está el hombre de Platón». Por cierto, qué buena idea para hacer lo mismo con las ideas de Monsieur Foucault sobre el hombre y sobre el humanismo.

Si no han oído hablar hasta hoy de los banquetes luculinos, permitánme que les regale esta anécdota tan grecorromana. El gran ratero y general L.L.L. (Lucio Lucinio Lúculo, siglo II a. C), se construyó una enorme Mansión en el monte Pincio, donde la opulencia y el lujo que le rodeaban eran paradigma de la elegancia. Casi a diario celebraba exquisitas cenas en los doce comedores de su mansión, de ahí la expresión banquetes luculianos: «Una vez que cenaba solo, sin tener ningún invitado, le sirvieron una cena mediocre. Él, llamando a su mayordomo, lo amonestó. Éste se excusó diciendo que, al no haber ningún invitado, no había creído necesario servir una cena más ostentosa. Lúculo respondió: “¿No sabías que Lúculo cenaba hoy con Lúculo?”».2

Pero Diógenes el cínico, preguntado por la hora a la que se debería de comer, contestó: «Si eres rico, cuando quieras; si eres pobre, cuando puedas». Porque cuando la ciudad está podrida y en ella ha huido de todo menos la hipocresía y la esperanza, como en la caja de Pandora, el verdadero cinismo no debe limitarse solamente a fustigar las malas costumbres de los individuos sin decencia, sino también y al mismo tiempo las costumbres sociales que como pulpo asfixian la vida comunitaria impidiéndola crecer. A uno que elogiaba la felicidad de Calístenes porque participaba en la espléndida vida de la corte de Alejandro, le replicó: «No es más que un infeliz, que come y cena cuando le parece bien a Alejandro». Siempre en la misma tónica, ante unos baños sucios y llenos de orín, preguntó: «¿Dónde se bañan luego los que se han bañado aquí?». Imagino lo que le diría si el interpelado hubiese tenido la osadía de responder que se purificaban en el río Canuto para revalidar la virginidad.

Ahora imaginemos que en una de nuestras escuelas podridas por la burocracia del Zynismus hace su entrada y enseña un maestro Kenistés, que a un protocolario académico que presume de su propia bibliografía le gritaría –desnudo o vestido, porque eso a un cínico le daba lo mismo en la medida en que no era lo esencial–, como ya lo hizo con Hegesias: «¡Eres un frívolo, Hegesias! Tú no echas mano a los higos pintados, sino a los de verdad. Pero, en el ejercicio de la virtud, dejas de lado lo real y acudes a los literarios».

Y ahora imagínense las denuncias de los escandalizadísimos papás y mamás contra el maestro, así como los castigos y los destierros de los inspectores, y finalmente el ostracismo. Pero lo que no imaginan es la respuesta del maestro cínico, pues éste se puso a pedir limosna a una estatua, respondiendo del modo siguiente al curioso que quiso saber por qué: «Me acostumbro a ser rechazado. –Pero entonces cuando te mueras, ¿quién te enterrará? –Cualquiera que necesite mi casa».

1 Platón: Protágoras 322 d.

2 Plutarco: Vidas paralelas. XLI, 3. Lúculo.