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Un virus deleznable (Diario de campaña 16) - Benito Estrella

Entre los libros de entretenimiento que comprábamos a nuestras hijas cuando eran niñas, me he encontrado hoy, enredando en su biblioteca, con tres ejemplares de ¿Dónde está Willy? Nos pasamos la vida buscando a Willy, que somos cada uno de nosotros, donde nunca lo encontraremos, en medio de la multitud, pues a ‘nuestro Willy’ no le confiere su identidad su atuendo externo, se viste por dentro.

«Vete despacio que a donde tienes que ir es a ti mismo», reza un proverbio zen. ¿Qué es este ‘ti mismo’? A él se refiere Juan Ramón Jiménez en un poema de Eternidades en el que glosa ese mismo proverbio zen:

¡No corras, ve despacio,
que adonde tienes que ir es a ti solo!
¡Ve despacio, no corras,
que el niño de tu yo recién nacido
eterno,
no te puede seguir!

Y también, a su manera, habla de lo mismo este precioso y hondo poemita de León Felipe:

Nadie fue ayer
ni va hoy
ni irá mañana
por este mismo camino
que yo voy.
Para cada hombre guarda
un nuevo rayo de luz el sol
y un camino virgen
Dios.

Cada hombre —cada mujer— es al mismo tiempo que uno más, un singular, un yo, y un universal, es decir, todo hombre y toda mujer, uno y diverso. La masa no sigue un camino propio, sino que es conducida, como el Gran Animal, por el camino trazado por el boyero oportunista. El camino propio, del in-dividuo uni-versal, es un camino que ‘se hace al andar’, como dijo otro poeta. Los peregrinos se relacionan, se ayudan, se socorren como buenos samaritanos; pues la comunidad también se hace al andar, en el camino. Se trata sobre todo de un camino interior. No se sigue a una voz imperiosa que grita ahí fuera, a una luz que vigila y ciega, sino a la de la vida que va por dentro, la del espíritu, que conduce a su vez al lugar de la vida, el lugar de donde partimos para reconocerlo por vez primera, como dice el poeta Eliot. Y también se dijo —y de qué extraña forma contundente y apodíctica—: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Yo, camino, verdad y vida forman un todo cuya vivencia inmediata no nos puede ser sustraída de manera definitiva de nuestro hablar y nuestro pensar y sentir, reprimidos ahora por una lectura del mundo impuesta de forma determinante por la Máquina: la conjunción ergonómica de la política, la técnica, la economía y los medios de información y propaganda en un nuevo Leviatán.

Todo padecer —pasión, pathos— lo es de alguien, de una carne individualizada, un yo abierto a toda afección. Así, el credo católico recalca que Cristo padeció en tiempos de Poncio Pilatos, el poder de entonces, para dejar clara no tanto su divinidad como su carnalidad, que murió y que por tanto estuvo vivo como cualquiera de nosotros. Roy Batty, el replicante rubio de Blade Runner, hunde en su mano un clavo —se crucifica— para sentirse vivo. Pero no sufre, no padece, pues no es de carne; solo tiene una memoria implantada artificialmente. ¿Se perderá también el dolor de nuestra vida carnal, igual que la memoria del replicante, como lágrimas en la lluvia?

Yo soy mi salud y mi enfermedad. Abierto, en tanto humano, a la intemperie, a nuestro pathos vital, yo soy lo que veo y lo que oigo, lo que palpo, huelo y gusto, lo que sufro y lo que gozo. Soy el hambre y la sed; soy el deseo que me ocupa y me obsesiona; soy mi reposo, mi paz y mi alegría. Y al mismo tiempo, soy capaz de representarme ahí en las afueras del mundo todo ello y ponerle nombre y nombrarlo más allá del lugar y el momento en que vivamos el gozo o el dolor. ¿Dónde está la verdad? No está en el contenido de los fenómenos que me ocurren a mí o te ocurren a ti, sino en el modo en que se muestran dentro de mí y de ti o delante de nosotros interpelándonos.

El poder de la vida es un poder que levanta, libera, sana y construye. El ‘sí se puede’ externo e ideológico —plusvalía del poder— no me empodera a mí sino a mi representante que se apodera así de mi propio poder y lo usa como quiere.

Por todo eso, no quiero permitir que en mi carne vigilada, encogida de miedo, se cierre su herida de vivir y olvide mediante un falso enconamiento que proyecta en otro la causa culpable o en un encorchamiento o embotamiento que olvida su dolor. No; mi herida seguirá abierta a todo lo que venga. No me podrán quitar el dolorido sentir (Garcilaso), su pálpito secreto, del que no sabe nada el virus deleznable, pues no somos otro organismo más como dicen algunos: los virus no entierran a sus muertos. Estas pasiones nuestras, humildes y sencillas, que los hombres vivimos cada día y que ahora se muestran en el confinamiento tan claras y al desnudo, son nuestra propia vida. Hay que seguir el sabio consejo premonitorio del poeta amigo —Luciano Feria—, que opta por el confinamiento voluntario:

Debéis permanecer unos días encerrados en casa, lentos, a resguardo del frío. Ser fieles
a las demandas rebeldes y antiguas de la soledad. Personas.

Porque esto que se ha vivido y vivimos cada día, si se hace con la plena aceptación del viviente que sabe de su vivir, aquí y ahora —la vida cotidiana, ¿no lo sabías?— es ya la plenitud.