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El Olimpo, o la ambigüedad de la razón - Carlos Díaz

Rea Sylvia, una vestal romana a la cual violentó el dios Mercurio, por lo que fue condenada a muerte, dio a luz dos hijos gemelos, Rómulo y Remo, los cuales se salvaron porque fueron puestos en el río en una cesta de mimbre que, arrastrada por la corriente, se detuvo al fin en la maleza, hasta que una loba los acogió y amamantó entre sus cachorros. Un mellizo contra otro, como no podía ser menos, pues no hay enemistad mayor que la entre ellos generada, y al final Rómulo, es decir, Roma. Otra vez Moisés salvado de las aguas. En el Olimpo todo cambia y nada impide que la megalópolis en que luego se convirtió la capital de Italia haya nacido de una buena loba, algo que hubiera causado el regocijo de aquel naturalista admirable que fue Rodríguez de la Fuente, que siempre sembraba en los animales intenciones teleológicas cargadas de humanidad.

En efecto, todo cambia entre los olímpicos, un lujo que sólo ellos pueden darse. Por referirnos solamente a un caso como ejemplo, Venus vienen de venire, de la que todo viene, el eterno femenino, pero el Olimpo es cruel y, cuando se la dibuja en cuclillas para llevar a cabo las olorosas artes menores es denominada Venus Anadiómenes. Por otra parte, la frívola Venus, dada su fogosidad, casó con el explosivo Vulcano pero, dada su ninfomanía, pronto se entregó a Marte, que al parecer le proporcionaba al respecto mejores y más marciales prestaciones. Sin embargo, los personajes olímpicos distan de ser de una pieza, y la galana diosa Venus es famosa al mismo tiempo por su bélica actitud durante la guerra de Troya. En realidad, Venus, símbolo de la belleza física, nubla los sentidos y ofusca la razón, es tan mala consejera que debe evitarse, sobre todo en cuestiones de bajo vientre, pues quienes se entregan al sexo siguiendo sus recomendaciones han de ir bien pronto al venereólogo (veneris, genitivo de Venus).

A pesar de todo, el moderado Platón, que vive para reconciliar dialécticamente las contradicciones, de ahí su importancia básica en la cultura griega, zanja esta equivocidad oponiendo por una parte a Venus-Afrodita, que nacida en el mar tiene por dominio la tierra y el lodo, amante de las orgías y bacanales licenciosa, también llamada Venus Pandemia porque la promiscuidad afecta a todo el pueblo, o Venus Promiscua cuyo amor es ciego, y por otra parte a la Venus-Urania o Venus Celestial, cuyo reino es el cielo de las almas que buscando la belleza ideal aman sin mancilla guiadas por el intelecto iluminado por los ojos de la razón filosófica, amante como ninguna otra de la sabiduría, convirtiéndose de esta guisa en el vínculo de amor entre todas las personas, tengan o no el mismo sexo: qué le importa a Venus el sexo, si el amor es puro, dado su puritanismo pansexualista.

En el helénico Olimpo nadie, recordémoslo, posee un perfil definido, por lo que padres, hijos, hermanos, madres, hijas y hermanas y demás familia mutan constantemente incluso de sexo y amalgaman sus personalidades; incluso los animales mismos pasan a ser personas al tiempo que las personas animales (teriomorfismo), definiéndose cada cual por enantiodromía, vale decir, por su identificación con lo opuesto de lo que es, llegando a funcionar en ocasiones como sujetos multipolares y a la vez únicos. En algunas ocasiones el mismo personaje es triforme (Diana-Lucía-Hécate, o más que triforme centiforme, conforme a la palabra hécaton).

En su formato cinegético, Venus es Diana, hija de Júpiter como no podía ser menos, y hermana de Helios el Sol como también su esposa (Febos él, Febe ella, efebos los hijos), y con el nombre de Isis fue adorada en la teogonía egipcia como la Luna. A pesar de sus venatorias flechas cupídicas, Diana es el prototipo de la mujer puritana, confinada en el sadismo y en la histeria, diosa endiosada con perfil siniestro y cándida apariencia tan bella como insensible, llegando en la versión de Diana de Éfeso a la automutilación genital por desprecio al sexo de los demás, por eso quien mucho mira a la Luna se vuelve lunático. Además, en cuanto Diana-Hécate, emponzoña las fuentes, envenena los alimentos con su mágico poder, hace aullar a los perros vagabundos y sarnosos, empodera a las brujas con los filtros y en los aquelarres devora sin freno a las gentes. Por si fuera poco, en su época de neomenia, es decir, de Luna Nueva, es decir, de diosa-niña, hombres y mujeres sacrifican a Diana por lo menos un mechón de sus cabellos (como el cantante Adamo en su conocida canción) y de este modo se sienten tutelados y protegidos.

Aunque parezca imposible, la mentalidad griega funciona al mismo tiempo, y con extraordinaria labilidad, siempre encaretada, siempre con el prósopon y con el coturno elevador, sin que nunca sea lo que parece ser; la sustancia de la realidad, como diría luego Shakespeare, está hecha de la materia de los sueños, es teatral, algo que analizó de forma extraordinaria Sigmund Freud con su mirada psicoanalítica. Pues bien, Venus es, en cuanto que Diana Cazadora, exageradamente virtuosa y púdica, hasta el punto de convertir en oso luego devorado por su propia jauría a la ninfa Calixto, una de sus damas de honor, al enterarse por su vientre henchido y sus mejillas enflaquecidas de que había quebrantado el voto de virginidad perpetua. Menos mal que Júpiter acudió en ayuda de la infeliz Calixto convirtiéndola en constelación de estrellas refulgentes llamada por eso Osa Mayor, ¡ambiguo rayo de Luna de Gustavo Adolfo Bécquer!

No hay forma de entender la filosofía clásica sin la confluencia del mito y de la razón, no siendo ella misma sino un mito razonable, cuyos esfuerzos de rectificación hasta hoy no han logrado fraguar en forma de convicción compartida, algo que los dogmáticos no aceptan, aunque hagan el ridículo para heredar la cátedra ‘filosófica’ de don Pepito o la de don José, algo tan chusco como al parecer irremediable. Sea como fuere, desde luego en esto se muestra la grandísima influencia mítica (apenas reconocida en las historias de la filosofía, lo que he procurado evitar en la mía propia, y perdonen la propaganda1) que sobre el pensamiento occidental ejerce el Oriente, con sus metábasis, sus metamorfosis y su vertiginoso transformismo tomados como constitutivos de la realidad. Era algo también necesario, de todos modos, para que estos culebrones no terminasen nunca y mantuviesen la atención del pueblo, que también metía su cuchara en aquel mar amargo o mare magnum.

1 Díaz, C: Historia de la filosofía. Ed. Sinergia, Guatemala, 2016. Vol I, 371 pp. Vol. II, 374 pp.