Enseñanzas secretas de Isis a Horus - Carlos Díaz

Isis recibe de Hermes el pensamiento universal, las siguientes enseñanzas iniciáticas que transmite a su hijo Horus: «Los humanos arrancarán las raíces de las plantas, estudiarán las propiedades de los jugos naturales, observarán la naturaleza de las piedras, practicarán la disección no sólo en los animales, sino en su misma especie, inquiriendo cómo han sido formados. Extenderán sus manos audaces hasta los mares, pasarán de una costa a otra buscándose entre sí. Perseguirán los secretos íntimos de la Naturaleza hasta las alturas y querrán estudiar los movimientos celestes. Más aún; cuando hayan llegado al punto extremo de la Tierra, querrán alcanzar los confines mismos de la Noche. Si no hallan obstáculos, si viven exentos de pena, al abrigo de todo temor y deseo, querrán extender su poder sobre los Elementos. ¿Hasta dónde puede llegar su fuerza, armados de una audacia indiscreta? ¿Acaso sus almas, exentas de temor, no les conducirán hasta los mismos astros? Por ello, haz que la inquietud penetre en sus proyectos, de modo que hayan de temer los pesares del fracaso; haz que el mordisco del dolor acompañe sus fallidas esperanzas. Que sus almas sean presa de diversos proyectos, de insatisfechos anhelos, de deseos que en ocasiones podrán ser alcanzados y a veces no, con el fin de que la dulzura de lo conseguido les conduzca a la dolorosa experiencia de males mayores. Que la fiebre les consuma como castigo de sus concupiscencias. ¿Sufres, querido Horus, escuchando todo cuanto expone tu madre?, ¿acaso no sientes asombro y estupor ante el peso de miserias que se abate sobre la pobre humanidad? Pues aún no te he contado lo peor…»1.

Hartos de los hombres, los cuatro Elementos se quejan: El Fuego habla el primero: «¿Hasta cuándo, oh Divino, dejarás sin dios la vida de los mortales? ¡Manifiéstate de alguna manera! Habla al mundo y purifica la barbarie de las costumbres. Dicta leyes a los humanos. Llénalo todo de esperanzas. ¡Que los humanos teman la venganza divina de modo que nadie persevere en el mal! Si reciben la justa retribución de sus crímenes, los más evitarán la injusticia, temerán la santidad del juramento, y ni uno más se atreverá a cometer sacrilegio. ¡Que aprendan a darte las gracias por los beneficios recibidos! De este modo yo, el Fuego, podré cumplir gozoso mi función en las libaciones para que, desde el hogar de los altares, haga subir hacia Ti el humo aromático».

Después, el Aire se dirige al Creador: «También yo estoy corrompido, Señor. Las exhalaciones de los cadáveres me han convertido en algo pestilente e insalubre, y desde lo alto he de observar lo que no se debería ver».

Concedida licencia al Agua para tomar la palabra dijo así: «Padre, Creador admirable de todas las cosas, Dios autor de la Naturaleza que todo lo produce gracias a Ti, ordena ya que la corriente de las aguas se deslice siempre pura, puesto que ríos y mares lavan sus manchas a los degolladores o bien reciben a los degollados».

La Tierra, agobiada por sus males, se presenta luego y expone sus penas de este modo: «Rey y Señor de las bóvedas celestiales, jefe y padre de los Elementos aquí presentes ante Ti. Toda criatura procede de nosotros para volver a nosotros cuando llega al término prescrito de su existencia. Una multitud de inhumanos ha vertido sobre mí sustancias de corrupción; no sólo contengo todas las cosas, sino incluso las bestias degolladas. Hoy me siento deshonrada. Todo lo contengo y, sin embargo, me falta Dios; porque, dado que los humanos nada temen y cometen toda clase de crímenes sobre mis espaldas. ¡Obsérvame corrupta, cubierta de cadáveres, he de sustentar a los que no son dignos de pisarme! Cambia mi suerte, divina presencia. Haz que la Tierra sea más gloriosa que los otros elementos».

La cosa parece que viene de lejos. Quien tenga oídos que oiga, por mi parte yo hace tiempo que me malicio que ninguna súplica funciona cuando el peticionario solamente pide para sí, pues entonces ensucia para todos.

1 Hermes Trismegisto: Enseñanzas secretas de Isis a Horus. Mra, Barcelona, 1996, pp. 40-42.