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Mitad devoradores, mitad devorados - Carlos Díaz

El doctor en filosofía y en lenguas clásicas, el alemán Carlos Marx, fue atacado vesánicamente por quienes no le leyeron, generalmente le tenían pavor porque primero iba a fusilar a dios y luego les iba a quitar la boñiga de la vaca y la cuenta corriente. Sin embargo, el propio Marx estaba siempre económicamente a dos velas, no obtuvo salario funcionarial ni burocrático, y tuvo muchas dificultades para sobrevivir: sólo el apoyo del empresario y fiel discípulo Federico Engels evitaba la muerte por inanición de la familia Marx, tantos años en el exilio y la persecución. A cambio, el doctor Marx hacía la vista gorda amparando y adosando a su materialismo histórico aquellas bobadas doctrinarias de Engels tales como el histérico materialismo dialéctico, por no hablar de otros asuntos más personales y delicados.

Aunque parezca mucho decir, he tenido la suerte de estudiar y traducir a ambos como para afirmar que, si bien Carlos Marx no era de la talla intelectual de Hegel, no le iba mucho a la zaga, sin hipérbole; fue una de las cabezas privilegiadas mayores de Europa y con absoluta libertad y sin ninguna dependencia fáctica de nadie, y con enorme arrojo, abrió camino a una nueva teoría social para un mundo supuestamente mejor, el marxismo, pronto devaluada y casi muerta en su ortodoxia, y luego podrida y desfigurada en su deriva heterodoxa, la socialdemocracia1.

Sobre el autoritarismo de Marx, que tanto le reprocharon los anarquistas durante la fundación de la Primera Internacional de Trabajadores, tampoco quiero volver sobre lo mucho que ya he escrito y publicado a lo largo de mi vida; seguramente fue un manipulador bastante trilero, no más que Bakunin, por cierto, pero su teoría era tan sistemática y tan rica argumentalmente, que pese a su personal carácter psicológico autoritario sentó merecida cátedra epistemológica: el marxismo era la autoridad, lisa y llanamente, en el terreno especulativo de la época, tal y como lo he sostenido en diálogo con pensadores importantes de uno y otro signo, los últimos grandes de su generación.

A Marx lo que le pasaba era que nació judío, y no hay judío que –ya sea activo en el ámbito del judaísmo creyente o en la judaidad meramente sociológica, como hoy se sigue viendo en Jerusalén– no sea un doctrinario o/y un iluminado. Como tal, creyó a pies juntillas en el paraíso en la tierra, lo que llevó a imaginarse jerarquías celestes sin límite cuya arcangelidad, eso sí, quedaba asumida por él mismo, exactamente igual que Hegel en lo suyo. En este asunto, el fulcro de la balanza alcanzaba la perfecta equipolencia: en el platillo de la burguesía sin pecado original se jactaron siempre de lo mismo que los marxistas en el platillo opuesto, razón por la cual se odiaban tan profundamente entre sí. Como le dijo el rey Francisco al rey Carlos: estamos perfectamente de acuerdo, ambos queremos lo mismo, París.

Afortunadamente alguno de nosotros, militantes del platillo comunismo, pero no del comunismo lenino-estalinista, siempre comprendimos que el voluntarismo de Marx no fue inferior al voluntarismo que él mismo achacaba a los enemigos, a los que fulminó como socialistas utópicos, como si el suyo no lo fuera. Imposible no reconocer en eso la falta de cintura emocional del teutón Herr Karl Marx. La razón es sencilla desde un punto de vista psicológico: cuando se abraza una causa con sumo ardor, sobre todo si al mismo tiempo se es su teórico y fundador, lo primero que se hace es buscar idealizadamente un sujeto histórico capaz de encarnarla, exista o no. ¿Y quién mejor que el proletariado? Como la justicia revolucionaria era rechazada por la burguesía, Marx se inventó el pueblo científico, el pueblo inerrante, el pueblo santo, mártir y héroe. Sacralizar primero al pueblo y manipularlo después, lo hicieron con extrema excelencia Adolf Hitler, el mariscal Göbbels, los líderes populistas de las banderitas patriotas, los nacionalistas ardientes con más tics que un cuáquero, y todos los miembros de la misma Sociedad de Lobotómicos Unidos. Fidelizado el pueblo, a mandar que son dos días.

Ahora bien, en la realidad no hubo nunca ese pueblo santo, siempre dispuesto a hacerse becerrillos de oro con todo lo que se mueve, ya sea ello fano o profano, como muy bien lo explica a continuación Rudolf Rocker: «Hay una etapa de la miseria material y espiritual en que el ser humano no es ya capaz de ninguna elevación interna. No niego que las crisis sociales y económicas que aparecen de repente en forma grave puedan alentar a los seres humanos en ciertas circunstancias a la rebelión franca, pero sólo porque ha quedado todavía vivo en ellos el recuerdo de los mejores tiempos. Pero el que nunca ha conocido un pasado mejor y, por decirlo así, ha nacido en la miseria más profunda, sólo en muy pocos casos es capaz de una resistencia, porque la vida le ha aniquilado ya física y espiritualmente en la más temprana juventud»2.

¿Revolución, pues? La mitad de los europeos de hoy son burgueses con vacaciones, restaurantes, segundas residencias y playas, y el resto no se plantea ya sino aspirar a ello por los mismos métodos que lo han logrado quienes tienen todo eso. Distan mucho sin embargo de lograrlo alguna vez los aspirantes a ricos, porque antes nos devorará la Tierra agotados todos sus recursos con nuestra explotación inmisericorde y nuestras ansias de crecimiento ilimitado y salvaje. Y luego, claro, le echaremos la culpa a los virus asesinos.

1 Pueden ver mis notas a la traducción que hice del libro de Marx Señor Vogt, y a mis otros libros sobre marxismo leninismo.

2 Rocker, R: En la borrasca. Traducción de Diego Abad de Santillán. Editorial Cajica, Puebla, México, 1967, p. 57.