Un virus deleznable (Diario de campaña 10) - Benito Estrella

XVIII

Estos días, aunque por fuera, no se diferencian mucho de la vida que llevo habitualmente después de jubilado y retirado, es decir, voluntariamente confinado. Que no es lo mismo, pues el hecho de saber que las constricciones vienen impuestas desde fuera confiere a la vivencia de los días un halo peculiar. Ello me ha llevado, entre otras cosas, a volver sobre algunas ideas que no sólo tenía pensadas de antes, sino escritas y hasta publicadas, y pensarlas de una manera cuando menos más intensa. Por ejemplo, el pensamiento que encierran estas palabras de Heidegger: «La piedra es carente de mundo (der Stein ist weltlos), el animal es pobre de mundo (das Tier ist weltarm) y el hombre es formador o configurador de mundo (der Mensch ist weltbildend)».

Este pensamiento que distingue entre el espacio que ocupa la piedra, el entorno en que vive el animal y el mundo que habita el hombre tiene consecuencias prácticas. Ocupar, alojar y habitar señalan distintos niveles de referencia y relación con las cosas. No es lo mismo ocupar un espacio con objetos físicos, que alojarse como organismos biológicos en un entorno, con el que mantiene ciertas interacciones, que habitar un mundo, que es lo propio de hombres y mujeres —de las personas— que viven en ese mundo. Un mundo que es en principio una realidad significada y significante.

El hombre tiene no sólo esta peculiaridad propia, frente a los objetos —la piedra— o los animales, de vivir en un mundo y habitarlo, sino la posibilidad también de vivir —si podemos llamarlo así—, por descuido, dejadez, ignorancia o lo que sea, como un okupa o como un animal, tomando su mundo como un simple espacio o como un entorno de pura supervivencia. Ambas cosas nos tientan de manera especial en periodos conflictivos como el que vivimos.

Lo que en principio caracteriza a un mundo humano —valga esta redundancia— es que se trata de algo que no sólo es percibido por nuestros sentidos, sino que es ‘leído’; es decir, que está hecho de palabras, que se trata de una realidad empalabrada y además apalabrada, pues las palabras nos vienen dadas ya a cada uno con significados previamente compartidos. Venimos a un mundo vestido con los ropajes de una tradición que está hecha de lenguaje y de historia. El mundo, desde el interior de cada uno y de cómo lo vive, es más que esto, pero aquí me limitaré a pensar esta realidad del mundo como algo hecho básicamente con palabras.

Como imagen de síntesis para explicar esta idea se me ocurre la de esos juegos de construcción, tipo Lego —que tanto le gusta usar como metáfora al profesor Rodríguez de las Heras—, formados por piezas o bloques de plástico que pueden conectarse entre sí para formar distintas figuras. Se trata de una imagen que sugiere mucho en relación con el momento que estamos viviendo. Podemos considerar el mundo al que somos arrojados al nacer como un edificio de piezas-lego formado de distintas estructuras y configuraciones que en parte cambian a lo largo del tiempo y en parte permanecen como algo identificable entre generaciones. Si pensamos con relación a esta imagen en algunas de las características originarias del ser humano, y por tanto del mundo, como es su consustancial apertura, entenderemos dos cosas:

Una, que como en el ejemplo de nuestro juego, nos encontramos con piezas también predeterminadas, ciertamente; pero con una diferencia sustancial: que las piezas aquí, en vez de ser de plástico duro, están hechas de una sustancia semisólida, como la gelatina. Con el calentamiento de su misma manipulación, las piezas se reblandecen en nuestras manos —como el barro sobre el torno con el agua de las manos mojadas del alfarero— y permiten un ajuste más libre y creativo entre ellas.

Otra, que estas piezas gelatinosas, a pesar de su estructura blanda y ajustable, presentan ya, como en nuestro juego, algunas formas tradicionalmente predeterminadas, aunque estas formas, no obstante, sean a su vez deformables y adaptables en virtud de la flexibilidad de la materia de que están formadas.

Las piezas son las palabras con las que constituimos el edificio empalabrado del mundo. Tienen una estructura blanda, abierta y adaptable, como la gelatina; pero sólo hasta cierto punto, pues el espectro de su significado en cada una de ellas presenta límites —sinónimos, acepciones, etimologías, usos, connotaciones, simbolismos…— que, aún abiertos, están predeterminados por acuerdos históricos en una tradición. Es lo que llamamos apalabramiento del mundo.

Si las palabras se endurecen por mor de una terminología especializada o son usadas también específicamente con intención propagandística en eslóganes o consignas de creencias e ideologías, adquieren una rigidez de plástico endurecido, como las piezas de Lego —que además sueldan las ideologías en figuras predeterminadas—, limitando así la libertad creativa del hombre y su responsabilidad en la configuración del mundo como lugar de acogida para ser habitado, a pesar de que la abundancia de las piezas y su dispersa variedad de formas y colorido produzca hoy la impresión de una mayor libertad de construcción. Y están también los símbolos, que son piezas cuya estructura adaptativa tienen, además de su forma en superficie, una dimensión de profundidad que afecta a nuestro interior propio. Esto los convierte a la vez en piezas más flexibles y más potentes en su significado. No olvidemos, finalmente, que la gelatina es una proteína, un alimento.

¿Qué relación con las actuales circunstancias me ha traído a las mientes estas reflexiones? Fundamentalmente el hecho de que la pandemia ha puesto en evidencia ante mis ojos la fragilidad, además de la de nuestra biología —nuestra salud y nuestra propia vida en manos de un virus deleznable—, también la de nuestro mundo, de su sustancia lingüística e histórica, en su realidad empalabrada y apalabrada en manos de un poder político y mediático concentrado ahora en pocas manos.

El conjunto de neologismos, de palabras inventadas por la Máquina y propalada por ella, van imponiendo sin darnos cuenta un nuevo empalabramiento y apalabramiento del mundo, de nuestro mundo. Desde mi punto de vista esto propiciará —ya la está propiciando— una caída vertiginosa en la barbarie, pues ‘los mundos’, las tradiciones culturales, no se hacen en dos días ni se corrigen por cualquiera ni de cualquier manera. Piensen solamente en tres de esas nuevas formas de nombrar como son ‘desescalada’, ‘nueva normalidad’ y ‘comités de reconstrucción’. Las tres están íntimamente relacionadas: a lo que se baja —des-escalada— es a una ‘nueva normalidad’ —a la conformidad general con un estado de cosas— que supondrá una ‘re-construcción’ de lo que estaba ya construido y se supone que se ha destruido.

Dejo en manos del lector la reflexión a fondo acerca de esta manipulación de las palabras junto a la siguiente cita de Confucio, el sabio chino, que ya hablaba de estas cosas hace veinticinco siglos: «Si las palabras no son correctas, entonces lo que dicen no es lo que se piensa; y los asuntos no se llevan a cabo como conviene. No llevando bien a cabo los asuntos, entonces no dan fruto la moral ni el arte. Cuando la moral y el arte no dan fruto, entonces la justicia no cumple su misión. Cuando la justicia no cumple su misión, entonces el pueblo no sabe dónde ha de poner ni los pies ni las manos. Por tanto: no permitas ninguna arbitrariedad con las palabras»1.

¿Se pretende quizá y precisamente que el pueblo no sepa dónde ha de poner ni sus pies ni sus manos?

1 He tomado la cita de tres traducciones distintas: CONFUCIO Y MENCIO: Los cinco grandes libros de política, moral y filosofía de la antigua China. Vergua, 1969. Pág. 325; CONFUCIO: Analectas. Reflexiones y enseñanzas. Círculo de Lectores, 1999. Págs. 162-163; DUCH, Lluis: Un extraño en nuestra casa. Herder, 2007. Pág. 84.