Esto de escribir de cutio - Carlos Díaz

«Su latín es malo sin paliativos, y esto es lo más candoroso que se puede decir de él. Ya el vocabulario que emplea resulta inopinado y milagroso, pero es su modo de emplearlo en frases y períodos lo que se le antoja a uno del todo sobrenatural. El sentido de un texto suyo no es cosa que se pueda deducir así como así de la letra, sino que hay que proceder a un criptoanálisis concienzudo en que hay que adivinar de antemano lo que quiere decir para saber lo que dice. Además de esto, nuestro autor, como protestante piadoso y enemigo acérrimo del pontificado, pone un santo empeño en sortear el lenguaje de la Iglesia y de los teólogos romanos, creándose así embarazos suplementarios.

»La jerga embolismática de Johann Valentin Andreae no es un asunto marginal, sino muy decisivo para explicarse el sentido de su obra. Las palabras y frases que estila son tan excéntricas y el sentido que pueden tener tan abstruso e impenetrable que se prestan a interpretarlas como un idioma misterioso, esotérico, portador de un mensaje excitante y trascendental a nada que el lector contribuya un poco con su fantasía. Las imágenes y las palabras se agolpan, las frases se solapan unas veces, otras faltan, la construcción gramatical es defectuosa, a cada paso se encuentra uno con contradicciones lógicas, el sentido de los párrafos hay que buscarlo fatigosamente o averiguarlo tras una meditación honda y prolongada, y en todo momento hay que abordar su contenido por la vía intuitiva, pues resulta difícil abordarlo por la vía lógica. Es un buen ejemplo de ese proceso alquímico por el que una obra ininteligible por su mala redacción y la turbiedad de sus ideas se transforma en las manos de un fervoroso entusiasta en un producto hermético preñado de mensajes capitales y luminosos.

»Herder advierte que traducir a Johann Valentin no es ninguna pequeñez, y que pocos autores antiguos deparan tanto trabajo al traductor, aquí y allí, como él. Seybold mismo declara inocentemente que el estilo verdaderamente retorcido en ocasiones de Andreae, sus antítesis, su peculiar modo de discurrir, etc., le habían hecho la traducción tan difícil como la de un pergamino griego escrito a mano y sin corregir, de esos que los reformadores tuvieron el mérito de descifrar y de trasponer de nuevo. Nuestra opinión personal es que Johann Valentin padecía algún tipo de disnoesis o quebranto mental que no le dejaba articular lógicamente el discurso. Su modo de expresarse, tortuoso y magullado, responde a su modo de entender. Él mismo afirma que la palabra es la impronta del entendimiento, es decir, que así como se habla o se escribe así se piensa. Con esto no queremos decir de ningún modo que no pensara pensamientos brillantes y poderosos, sino, simplemente, que los pensaba de forma abstrusa y revuelta y que es una obra de romanos abrirse paso hasta ellos a través del lenguaje en que los formula»1.

Desgraciadamente esto le suele ocurrir a bastante gente, y en este instante recuerdo especialmente a un voluntarioso doctorando y al fin doctor, como no podía ser menos, con el que tenía que reunirme yo a cada rato para intentar descifrar aquel galimatías que iba entregándome de cuando en cuando, hasta que finalmente me arremangué desesperado y le redacté el convoluto entero. El hombre, practicante del generalísimo Franco al que acompañaba en sus cacerías, era de una ignorancia insuperable incapaz de aprender a escribir. Él lo reconocía, pero se lanzaba valeroso una y otra vez, como un tartamudo ansioso, y en esto yo le reconocía su mérito. Viene ahora a mi memoria, tan loca, porque se parecía a Johann Valentin Andreae, que en un gesto de humildad entrañable escribe respecto de sí mismo: «Los que piensan que la lengua latina tiene algo que la hace más sutil que la alemana se pasan de crédulos. No obstante, hay que mantenerla por los varios beneficios que reporta, como también porque es mordaz, y porque no consiente ni la más ligera contradicción. Esta lengua tiene motivo para censurarme, pues soy un hombre absolutamente incapaz de dominarla, sin paciencia para cultivarla, insensible a su elegancia, un hombre, como suele reprocharse, bárbaro».

Por lo demás, si hemos de creer a Cervantes, las tres primeras líneas del Prólogo primero del Quijote rezan: «Quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza». Y si a él le pasaba, cómo no iba a pasarme a mí, y eso con no pocas cosas y materias, pero mi modelo será siempre Demóstenes, que pese a su lengua de trapo se convirtió en uno de los mejores oradores de Grecia, sin que por otra parte haya llegado yo en nada a tanta excelencia, siendo como soy un buen picador de piedra dura, por la alegría de intentarlo, de pasar de pollo de corral a ave de pluma.

De nuevo tampoco esto impide que las librerías estén llenas de excrementos de esas aves de pluma, seamos sinceros: «No hay cosa que pueda estar tan indecentemente hacinada, tan insulsamente concebida, tan desmayadamente redactada o tan inútilmente dicha que no encuentre su asiento en las librerías»2. Me lo aplico en la parte alícuota que me corresponda, que poca no será. Sea como fuere, admiro a la burra de Balaam, expresión que se aplica a quien no brilla por su inteligencia, e inesperadamente atina en lo que dice, pues habló a Balaam para protestar por los palos que le daba3.

1 Prólogo de Emilio García Estébanez a su traducción de la obra de Johann Valentin Andreae Cristianópolis. Ed. Ayuso, Madrid, 1996, pp. 85-89. Mi amigo Emilio García Estébanez, dicho sea de paso, fue un dominico vallisoletano que murió joven, poseedor de una brillantez difícilmente superable. Sirva esta pequeña nota de agradecimiento a su memoria y a la de otros grandes filósofos y dominicos vallisoletanos, también amigos, que crearon el Instituto Superior de Filosofía de Valladolid y que aún siguen editando la excelente revista Estudios Filosóficos.

2 Andreae, J-V: Cristianópolis. Ed. Ayuso, Madrid, 1996, p. 162.

3 Nm, 22, 21-30.