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«No os dejaré huérfanos» - Francisco Cano

La soledad, impuesta, no es positiva para el ser humano, no es humana. Hoy asistimos a la experiencia creciente de que ser mayor es quedarse solo, vivir solo y morir solo; esta soledad es la experiencia más difícil que puede vivir el ser humano. No hemos nacido para vivir solos. Necesitamos, para poder ser, relacionarnos, y relacionarnos desde el amor. La soledad interior que vive todo ser humano no desaparece nunca. A lo más que podemos aspirar es a una soledad acompañada.

Hoy escuchamos: «No os dejaré huérfanos y volveré a vosotros» (Jn 14,15-21). Es un discurso árido porque su contenido es más teológico, pero si nos fijamos bien, se centra en el amor a Dios y en el amor que Dios nos tiene al enviarnos, al darnos, su Espíritu. La letra mata, el Espíritu da vida.

La gran crisis de los discípulos fue la muerte de Jesús, que los dejó solos: se sentían solos y vacíos (sin Jesús todos nos sentimos vacíos) y Jesús les dice: tenéis que abrir los ojos y descubrir mi presencia resucitada: «me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo».

Nos preguntamos: ¿dónde sigue viviendo? Jesús nos dice que en la presencia del Paráclito, en cada uno de nosotros, que es fuerza de Dios que protege, defiende y consuela. Y este es el gran don de Dios a los suyos: soledad sí, pero habitada por el Espíritu.

Y así, el Espíritu «acompaña el gemido de la creación», que sufre «dolores de parto» (Rom 8,22) hasta que los hijos de Dios sean revelados y «manifestados en gloria» (Rom 8, 19).

Y así, el Espíritu desvela la culpa, no para acusar, sino porque es el primer paso hacia la salvación (Jn 16,8): el mundo no está juzgado, sino sólo el «Príncipe de este mundo» (Jn 16,11). San Ignacio dirá: «el enemigo tuyo y mío».

Y así, el Espíritu «intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26).

Y así, el Espíritu se deja ver por la inteligencia a través de sus obras (Rm 1,20).

Y así, nuestra espiritualidad no se encuentra ni se vive lejos de la materia, sino, paradójicamente, en la materia misma, ahora hecha diáfana en el Espíritu para poder transparentar la gloria de Dios.

Y así, es el Espíritu quien transfigura nuestros sentidos para poder captar lo divino en lo humano y lo infinito en lo finito (Bert Daelemans, La Acción del Espíritu en la Iglesia y en el mundo, Sal Terrae, núm. 108, p. 440, 2020).

Y así, el Espíritu que recibimos en el bautismo y nos introdujo en la Iglesia que es koinonía.

Y así, el Espíritu, es fuente que riega lo árido, tiene su fuente y culmen de toda su actividad en la Eucaristía (LG 11).

Y así, comprendo que una Iglesia que no celebra, no persiste.

Y así, desde la acción litúrgica de la epíclesis, la Iglesia sacerdotal sale hacia afuera en la diakonía, para discernir allí al Espíritu Santo presente y activo, haciendo nueva la creación. ¡Qué maravilla! Sin Espíritu nada de nada.

Y así, «el Espíritu es “el Dios secreto”, el Dios interior que viene a nosotros, a nuestro centro más central» (Oliver Clément).

Y así, «el Espíritu es, no ya rostro, sino revelador de rostros, no ya santa faz, sino la santidad de toda faz humana; Dios se oculta en la existencia propiamente personal del ser humano para comunicarle la vida y la luz para que se las apropie». (Ibíd.)

Y así, como es anónimo y sin rostro, el Espíritu no se revela a sí mismo; lo que hace constantemente es revelar al otro, al Otro en el otro.

Y así, el Espíritu revela la santidad en lo secular, lo transcendente en lo inmanente y el Espíritu en la materia (B. Sesboüé).

Y así, el Espíritu nos revela que vive en nuestro interior, porque estamos habitados por el Espíritu, y ahí, reconocemos la presencia del Espíritu.

Y así, este es el gran don de Jesús a los suyos, para que no busquemos otra presencia de Jesús en la comunidad, porque esta es su nueva presencia.

Con todo esto y más escuchamos a san Ireneo de Lyon, que hace una admonición constante: «La Iglesia necesita mantenerse dócil al Espíritu, porque, donde no reside el Espíritu, allí de ningún modo puede haber Iglesia» (Adversus Haereses III, 24,1). Y san Agustín ya observó en su tiempo: «Algunos parecen estar dentro cuando en realidad están fuera…» (De bapt. V, 37, 38).

Y así, sin Espíritu, observamos que, abandonados a nuestra propia suerte, la diversidad suele ser más bien causa de competiciones entre unos y otros. Murmuraciones, división y oposición… san Pablo lo sufrió en la comunidad de Corinto.

Sí, es el Espíritu el que me ha hecho miembro de la Iglesia, el que me hace decir «Abbá, Padre». Sí, ahí descubro que soy hijo y hermano para siempre. Sin esto no hay comunidad, no hay Iglesia, no somos creyentes.

Y así, el Espíritu me confirma en su presencia en mí y en la comunidad, cuando actualizo y hago mío que: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación de los cautivos, y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).

Sí, precisamente allí donde se anuncia la Buena Nueva a los pobres se libera a los cautivos…, allí está el Espíritu y allí la Iglesia del Señor.

Sí, el ser hijo y hermano por el Espíritu me hace tomar en serio al otro; lo tengo que tomar en serio, en mí y en ti, pero se tiene que dar en los dos esta docilidad para poder ser escuchados en los procesos del caminar juntos en el seguimiento del Señor y en la edificación del cuerpo eclesial.

Y así, gracias a la escucha de la comunidad, es como las personas son ‘confirmadas’ y transformadas. Sentirse solo, sin que nadie te quiera, que te comprenda, que te escuche, no se puede dar con Jesús, porque siempre escucha, acoge y ama. Esta falta provoca en nosotros un hundimiento, una experiencia de vacío y soledad, por esto Jesús nos dice: «no os dejaré solos». Ahora sigue con nosotros en su Espíritu, porque «Él sigue viviendo». El evangelio sigue insistiendo: «si me amáis…». Amando al Señor y a los hermanos, Jesús se hace presente. Con nuestra fe, con nuestro amor, ahí se hace tangible.