COVID19: El olvido de nuestros mayores, signo de inhumanidad - Francisco Cano

Ante los problemas que más nos preocupan, la enfermedad causada por la pandemia –reunión de todo el pueblo–, trabajemos todos juntos para hacer frente a los que más sufren este contagio, que son nuestros mayores.

¿Por qué se está dejando morir, sin la atención sanitaria requerida, a aquellos a quienes debemos tanto? Son personas dotadas de dignidad inviolable.

Por su edad, debilidad, nuestros mayores requieren reconocimiento, agradecimiento, y hoy son los más vulnerables. Oímos: «hay que abandonarlos porque no son útiles». Si acabamos con los débiles nunca podremos ser fuertes. Aborto, eutanasia, eliminación de los no-productivos, que son carga económica… son realidades que están ahí. Quien mata a un inocente termina matándose a sí mismo, porque mata su propia inocencia (P. d’Ors). ¿Dónde va una sociedad que mata a los más débiles, por abajo y por arriba? Por la vida de nuestros mayores, por su entrega, por su amor, sacrificio y gratuidad, tenemos la nuestra. «La prestación de asistencia a los ancianos se debería considerar, no tanto un acto de generosidad, cuanto la satisfacción de una deuda de gratitud» (Benedicto XVI, Discurso en London Borough of Lambeth 18-9-2018).

La razón que dan para dejarlos morir y eliminarlos es que no tienen ya futuro, y hay que atender antes a los jóvenes. Así que lo importante es lo que queda por vivir y no la vida vivida. ¿Qué es lo importante? ¿La cantidad de años que vivamos, o si realmente los vivimos? El hombre no vale por lo que da, sino por lo que es. Parece que hoy no es así: soy mayor, y no sólo no doy, sino que soy una carga, tengo que ser excluido de los cuidados que necesito. Para los creyentes, los que nosotros desechamos, a los ojos de Dios, son sus predilectos. ¿Qué futuro tienen los jóvenes de hoy si ya han aprendido que hay que dejar morir a los mayores? Eso es lo que les espera. ¡Qué inhumanidad! Ahí sí que no hay futuro. Una comunidad que desprecia, margina, aísla a sus mayores, está perdida. Sí, una sociedad que mata a los débiles termina matándose a sí misma. Porque lo único que es digno de crédito es la bondad. La compasión salva al mundo y no las ideologías de turno.

Futuro, ¿de qué futuro hablamos? «Desde la fe en la acción del Espíritu la novedad creadora no se explica por el pasado, sino por el futuro. Aquel Dios ‘viene’ en el mundo, como a su encuentro. Está delante y llama, trastorna, envía, hace crecer y libera» (Citado Y. Cogar, El Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1983,241).

Sin el Espíritu, Dios está lejos. Si los jóvenes que decimos que tienen futuro no creen en el Dios que empuja hacia delante y produce sus frutos, ¿qué futuro tienen? Los que dicen tener futuro, los jóvenes, en una gran mayoría, son aquellos a los que les hemos quitado el futuro, y viven hoy situaciones de soledad, sin sentido, sin alegría y gozo por vivir: ahí están los suicidios que no dejan de crecer. Estos tienen otro virus que mata que hay que combatir. Son el futuro y no tienen futuro; mayor virus de muerte no puede existir. Muchos jóvenes dicen que están vivos, pero están muertos y, por el contrario, cuántos mayores están vivos, mostrándonos con los años, que han vivido muchos años en la sencillez y simplicidad de una vida entregada, para vivir ahora jóvenes siendo ya viejos. Hablo desde la experiencia. Si bien toda experiencia siempre es experiencia interpretada (E. Schillebeeckx).

Durante los doce años de atención, desde el ministerio, a una comunidad de mayores, de Hermanos Maristas, sí, me he encontrado de todo, pero el testimonio de alegría, paz, serenidad, paciencia, ternura, humildad, sencillez, sabiduría (no me refiero sólo a la capacitación intelectual y científica), ha sido un derroche que no puedo encontrar ni pedir a los que se dicen jóvenes, y me he preguntado como Nicodemo: «¿Cómo puede uno volver a nacer siendo ya viejo?» (Jn 3,4). La fe es su fuerza. En esta iglesia doméstica todos se necesitan. Se honran unos a otros estando al lado y haciendo que cada uno de sus días sean dignos de ser vividos. Están rodeados de quienes saben les quieren bien. Todos damos y recibimos, pero si los elimino me privan de algo fundamental en mi ser humano que me lleva a dar. Sí, son ellos los que me han hecho madurar, son ellos, los enfermos, los mayores, los que han aportado a mi vida madurez, sentido; su debilidad me ha hecho fuerte; en las familias ¿qué rol juegan los abuelos con sus nietos? Son imprescindibles. Cuando no hay raíces de sabiduría, podemos vernos arrastrados por lo transitorio, lo fútil, lo inconstante. Y sin raíces, no hay sabiduría.

Esta Comunidad Marista no la forman hombres solitarios. Son hombres que, porque lo dieron todo, hoy no viven una experiencia de soledad difícil, como tantos mayores: «céntuplo en la vida presente, en casas, tierras, hermanos…». En todos hay rostros, vidas entregadas, historias de heroicidad. Viven en relaciones que son de escucha, de paciencia, de mirada. Ahí me veo a mí mismo, en mi propia debilidad, polvo, barro, pero un barro que posee un Espíritu que siempre es joven.

Detrás de tantas arrugas y cuerpos en extrema decadencia son una familia de hijos y hermanos, y allí, en la casa, todos débiles, están llamados a curar y compartir diferencias, y a saber vivir la Pascua que se realiza en el sufrimiento que nos proporcionan los hermanos más cercanos. Porque la realidad de pecado también se siente en las cerrazones, en los distanciamientos, en la falta de alegría; pero es en la celebración de la Eucaristía donde se encuentra vulnerable, necesitada, con las manos vacías en humilde ofrenda de sí misma y de dones tan sencillos como un poco de pan y de vino, ahí es donde vuelve a renacer de nuevo, y, al contemplar a Jesús, nos abandonamos a su amor en la cruz, le miramos y transformamos nuestra mirada en compasión, donde, en su cruz gloriosa y resucitada, vemos que sus cicatrices nos han curado y allí, justo allí, en la mirada que Cristo nos dirige, vemos la ternura que nos sana. ¿Residencias de ancianos? No. Casas donde Cristo nos reúne para, poniéndose en medio, explicarnos la Palabra y hacernos asumir la voluntad de Dios, y sobre todo su presencia y su amor, río celeste de agua viva donde volvemos a nacer de nuevo.