Los influenceros y las influenceras - Carlos Díaz

«Tal vez sea el cristianismo la única religión que haya disociado la fe del milagro. En él sólo se distinguen dos grandes milagros: Cristo y la permanencia del cristianismo»1. Supongo que cuando el rumano Mircea Eliade profesaba la fe católica no incurría en afirmaciones tan osadas como la mencionada, pero ni antes ni después hubiera debido escribir cosas semejantes, sobre todo teniendo en cuenta que con el curso del tiempo alcanzó el merecido mérito de padre de la historia comparada de las religiones por todos venerado, y también y sinceramente por mí.

Estas ligerezas se le pueden perdonar a los ignorantes, pero no a los sabios, lo que ocurre es que nadie es perfecto. En efecto, los deslices tienen lugar cuando se ironiza sin dejar bien claro el criterio de demarcación de la ironía, algo en lo que desafortunadamente incurre Eliade en este texto que menciono para referirse al término milagro, palabra lo suficientemente rica y polisígnica como para ser utilizada burlescamente, y menos convirtiendo en equívoco su sentido, pues Cristo no es el cristianismo, en todo caso el ‘milagro’ sería, si es que lo es y en un sentido chistoso, que las iglesias cristianas sigan existiendo a trancas y barrancas, a pesar de su lejanía respecto de Cristo. En ese sentido yo me siento parte de ese milagro.

Utilizar palabras como mito, para aplicarlas al lenguaje religioso, o meter en un mismo saco a todos los personajes mistéricos, poéticos o religiosos calificándolos de míticos (así por ejemplo hablar del mito de Cristo), es algo propio de quien confunde religión con mito dando no sólo muestras de ignorancia, sino también de mala fe, y hasta de ese infantilismo epistemológico para el cual la ciencia deviene la divinidad, algo que pocos como Umberto Eco tuvieron el valor de denunciar como la triple alianza de ignorancia de la filosofía, ignorancia de las religiones, e ignorancia de la ciencia.

Ser el más sabio en una materia no impide equivocarse incluso en esa misma materia, como tampoco ser el más ignorante de la tribu impide acertar alguna vez, aunque solo sea por casualidad. Suele ocurrir, digámoslo exculpatoriamente, cuando se es un gran especialista, que a veces el significado de las palabras y de los conceptos manejados comienza a dilatarse, a complicarse, a metaforizarse tanto, que las analogías válidas para lo concreto terminan perdiendo su sentido y significación profundas; al sometérselas a excesiva presión hermenéutica en ese momento llega a creerse uno mismo que la verdad particular es el todo (Hegel), y de alguna manera, y del mismo modo, por antífrasis, la mentira también pasa a ser el todo, la verdad del todo.

Un impulso más, y pasamos de la supuesta verdad del todo a la verdad de todos (Lenin).

Y otro paso más, y pasamos de la supuesta verdad de todos a la verdad de todos y de todas, es decir, todos y todas en el mismo palo del gallinero, los males nunca vienen solos, y alcanzan su máxima degeneración, como no podía ser menos, en la fabla de sus voceros, los cuales terminan imponiendo con puño de fierro su pestosa ley. Por medio del paroleo verborreico de sus influenceros y de sus influenceras, quien paga la última copa es la misma de siempre, a saber, la pobre gramática. En efecto, del verbo influir padre nace el sustantivo hijo influencia, pero, una vez parido este tierno sustantivo, no debería por honestidad lingüística hacérsele parir el nieto influenciar, hijo incestuoso habido con el vocablo padre. Sin embargo, abierta la veda, el nieto influenciar hará parir a la burra del biznieto influenciero o la nieta influenciera, y así hasta que tengamos palabras de a kilómetro.

Menos mal que, rompiendo ese proceso partenogenésico, por una vez los monarcas se han portado ejemplarmente cortando tanto abuso. A Dios gracias, los borbones y las borbonas han cambiado su noble endogamia por sangre plebeya, y eso a costa de dejar lo que siempre debió ser la monarquía y que como tal la constituye: no más que sangre y semen.

Pero no pudiendo llegar a la sabia condición de influencero, sólo me queda estudiar un poco más historia comparada de las religiones, y que salga el sol por Antequera. El sol sabrá.

1 Eliade, M: La India. Ed. Herder, Barcelona, 1997, p. 120.