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COVID19: Un virus deleznable (Diario de campaña 6) - Benito Estrella

XIV

Mientras este virus deleznable nos tiene recluidos —¡a nosotros, los amos de la creación, los reyes de la historia!—, contemplo en mi jardín a los mirlos, sus idas y venidas. Los he visto acarreando briznas una a una, levantando en la rama del olivo casa para criar. Los he visto cómo lo cubren con sus alas incubando sus huevos —preciosos, ovalados, lisos, como niquelados, sin pintas, de un tono azul verdoso—, fieles a su tarea, la que la misma vida les tiene encomendada: acrecentar la vida… En muy poco tiempo nacerán los polluelos y echarán a volar.

Otro día me doy cuenta de que ya no se demoran sentados largamente encima de su nido. ¿Es que se terminó ya la incubación? Ahora vienen y van, turnándose entre ellos, con los picos cargados del pan de cada día que dejan en la boca aún tierna de los polluelos. Levantarán su vuelo en pocos días. Se arrojarán del nido, todavía moviendo torpemente sus alas. Se darán contra el suelo. Un salto, otra caída; una vez y otra vez, hasta que aprendan. Sus padres mientras tanto los vigilan atentos y distantes. Quieren que sus hijos estén bien educados y por eso no los han mandado a la escuela1. Y además ahora para qué.

Los mirlos son como el sabio taoísta: terminada su obra, ni se apropian de ella ni la abandonan. ¡Qué difícil este amoroso desprendimiento! ¡Qué inaudita rareza esta amorosa, invisible, silenciosa, anónima, maternal dedicación, este secreto atendimiento! Muy pronto, el polluelo se lanzará ya solo por los aires, libre y a la intemperie. Y cantarán los padres celebrando su vuelo cada vez más lejano.

Hoy los mirlos están muy nerviosos. Las plumas encrespadas, moviéndose en saltos volanderos y dando picotazos de aquí para allá. ¿A qué se deberá tanto alboroto? Han visto que rondaba su nido la culebra, que no sé si es una o más de una que es la misma, la astuta tentadora, buscando su alimento, que necesita vivo. La observo cómo se desliza huyendo entre los setos.

A los que veo siempre de dos en dos —los mirlos son monógamos—, en pareja, es a los mirlos. Picotazo y vuelo atrás, acuden y atacan alternativamente, macho y hembra, sin misericordia al enemigo. ¡Ah!, qué bien defendéis con vuestros picos, ¡oh, pájaros audaces y valientes!, la vida en gestación de vuestros hijos.

La vida es así. Explicadme entonces qué otra clase de ley inapelable y necesaria hay inscrita en la piedra, tan sola y satisfecha de sí misma, plenamente en su espacio, de ser ya lo que es y para siempre; y, en cambio, nuestra vida siempre está a la intemperie buscando alojamiento y acogida, comprensión y caricia, casa, sombra de un árbol protector para la misma luz que lleva dentro.

La vida es así. Y entonces, ¿este virus qué es? «El querer vivir —dice Schopenhauer— se esfuerza violentamente hacia la existencia, toma formas innumerables». Un virus es ese querer ser vida que no tiene forma y que su voluntad de manifestarse solo se cumple ocupando otra forma de vida, trastocándola o dándole muerte. Una cosa, un ser sin ser vida, protocopia que parasita ciega nuestra carne y trae muerte allí donde hay más vida.

Porque es en los viejos, no os engañéis, donde hay más vida que aún vive, porque todavía no se ha cumplido. El hombre, la mujer, no están nunca acabados. Desde el principio, en el fondo escondido de sus cuevas hacían fuego y pintaban las paredes, empalabraban el mundo, que se hacía hogar, morada. Y esa morada donde quemaban la leña y su cansancio es la misma que dentro de nosotros sigue reclamando siempre un poco de calor, de abrazo, de arroparse del frío de la existencia. Así se convierte en sagrado, en templo, ese espacio interior, íntimamente nuestro, de cada uno, que no debe profanarse por nada ni por nadie.

¿Sentís bien resguardada vuestra honda intimidad ahora que el mundo se hace cada día aún más confinado en las afueras, su ruido penetrando en vuestro altar secreto a través del tam-tam del smartphone y las prédicas falsas del poder profanando toda esa intimidad sagrada?

Disfruta del reposo si es que puedes ahora y no te olvides de los que hacen posible tu reposo.

Zafra, 6 de mayo.

1 Margaret Mead: «Mi abuela quiso que me educara bien y por eso no me mandó a la escuela».