De otro modo pontificar - Carlos Díaz

Amigo Platón, pero más amiga la verdad. Como lo Cortés no quita lo Moctezuma, y no sin profundo dolor, deseo interpelar tranquilamente a quien tanto admiro como persona, Joseph Ratzinger, quien en pocas líneas expresa sin embargo una idea de razón tan lastrada de antemano, que resulta ser un argumento teóricamente capcioso más que discutible.

Según mi querido Papa, emérito por mérito, cuando la razón contradice a la fe religiosa es porque en el fondo existe «una orgía de la razón, una hybris o soberbia de la razón que la incapacita para reducirse a sus límites y a aprender a disponerse a prestar oídos a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Si la razón se emancipa por completo y se desprende de tal disponibilidad para aprender, la razón se vuelve destructiva»1. Veamos como desarrolla el profesor Ratzinger, con quien he colaborado durante años en la Revista católica internacional Communio, esta agresividad desgraciadamente común a la Iglesia desde hace siglos.

Comienzo reconociendo plenamente que su aserto «no existe fórmula del mundo racional, o ética, o religiosa en la que todos pudieran ponerse de acuerdo» es verdadero de todo punto. El problema es, al menos en lo que se refiere a mi particular disciplina intelectual, si esta situación se debe única y exclusivamente a la razón, y no también a la razón que hay en la fe, pues si la fe no fuera razonable, si en ella brillase por su ausencia la razón, tampoco podríamos seguir dialogando.

Incidir en la soberbia de la razón puede –podría– ser una de las causas del fracaso de su diálogo con la fe. Ahora bien, antes de condenar a la razón desde el primer momento, la cuestión por la que debería haber empezado Joseph Ratzinger tendría que haber sido: ¿Se debe esa incapacidad de acuerdos con la fe a la razón misma, o a su soberbia, es decir, al uso torticero de la misma?

Por otro lado, y en el supuesto de que hubiera que echar la culpa del desencuentro razón-religión a la soberbia de esta última que produce semejantes estragos, ¿se debería ello a que excluye, es decir, a que no quiere prestar oídos «a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad»? La pregunta que al menos una persona como yo tiene la obligación de formularse ahora es la siguiente: ¿por qué «se vuelve destructiva la razón que se emancipa por completo, y de este modo se desprende de su disponibilidad para aprender?», ¿por qué motivos: afectivos, sentimentales, intelectivos?

Ahora bien, ¿acaso una razón no totalmente emancipada sería una razón a cabalidad, es decir, capaz de dialogar con las religiones?, ¿habría que postular una razón no emancipada del todo, vigilada, para que fuese considerada apta en orden al diálogo con la fe religiosa?, ¿hasta dónde habría que permitir esa emancipación para merecer el título de rigurosa y loquicapaz?

Miedo me da, o peor aún gran tristeza, este tipo de fundamentalismos epistemológicos, tan arraigado entre las filas de católicos que han sido instruidos en esa dirección. En primer lugar, porque, si bien es cierto que la razón humana no goza de total infalibilidad, tampoco al Papa le asiste ningún privilegio exclusivo en sus pretensiones de inerrancia, si es que no estamos demasiado equivocados.

En segundo lugar, porque también «las grandes tradiciones religiosas de la humanidad» contienen gérmenes de oscurantismo ellas mismas, tanto en lo relativo a sus tradiciones como en lo referido al presente, y un caso que nadie puede discutir al respecto (aunque haya gente para todo) lo constituye la condena de la Iglesia a Galileo, o a Darwin, o a Freud, o a Marx, o a Nietzsche, por no hablar de la racionalidad práctica pregnante en las Cruzadas, o de la que movió a la ‘santa’ Inquisición. ¿Acaso es esa la racionalidad dialógica y constructiva de «las grandes tradiciones religiosas de la humanidad», incluida la Iglesia católica? ¡Y esto por no hablar de la aberrante irracionalidad del islam, y creo saber de lo que estoy hablando!

Alguien con peor voluntad discursiva que yo podría quejarse amargamente de que las sencillas objeciones que acabo de traer a colación no sólo contribuyen a dificultar la racionalidad o razonalibilidad de las convicciones de fe, sino que –además, y sobre todo– imposibilitan un diálogo en la búsqueda de ultimidades sapienciales, todo lo cual me haría acreedor de una buena excomunión. Con lo que no puedo a estas alturas es con el trágala de ciertas argumentaciones inciertas que semiargumentan para potenciar posiciones de fe harto discutibles.

Por lo demás, y en el fondo, ¿cómo podría ocultarse en las semiargumentaciones un pesimismo antropológico que lamentablemente alcanza a excluir a los no creyentes del ejercicio de sus posibilidades racionales, en la medida en que no se han abierto a las creencias? Cuán triste me resulta todo esto, Señor mío y Dios mío.

1 Ratzinger, J: «Poder y derecho». In Fundamentos prepolíticos del Estado. MCC, 2004, p. 24.