El dolor es el precio del amor – Carlos Díaz

El catálogo de desequilibrios humanos no conoce límite: egocéntrico, frágil, lábil, quebrantable, oxidable, miedoso, mentiroso, rencoroso, miserable, irresponsable, destructivo, compulsivo, tóxico, enervante, tramposo, incoherente, tonto de re-mate, enfermable, dolorido, resentido por tener que morir. Hay en mi corazón más de cinco jinetes del Apocalipsis y más de cinco cloacas que tapar. Otros justos sostienen la Tierra, los que cantan salmos mientras ingresan en los hornos crematorios, y los que salen de Auschwitz bendiciendo y con la bata blanca sanadora. Su esperanza está dentro y por encima de ellos mismos.

Yo creo por el amor de Dios en el amor de Dios, argumento Él de mi indignificancia dignificada, pese a la minimización frecuente del diagnóstico negativo que proyecto sobre mí mismo. El Dios en que creo me incluye en su vida eternamente amorosa por el sí de su eterno per-don restaurador. Creo en Dios, señor y dador de vida eterna, pues vida que no fuese eterna tampoco sería buena vida. Creo en Dios porque aspirar a algo menos sería poca cosa para un ser digno. Creo en Dios porque sin él tampoco creería en mí. Y creo que si Dios no existiera yo tampoco. Lo cual no significa que crea tanto más en Dios cuanto menos crea en mí, lo cual, por decirlo con Borges, me desatisface.

Me amas, existo, pero mi existencia tiene para ti un precio: porque me amas tienes que intentar rescatarme incluso cuando mi sufrimiento hace saltar las alarmas de tu propio sufrimiento. Nulla redemptio sine sanguinis effusione: no hay redención sin efusión de sangre. Por tu amor te has convertido mi rehén, Dios mío, y me necesitas salvo. A estas alturas ya no me preocupa escandalizar por lo que acabo de decir, sino sólo escandalizarte con mi hipocresía.

Ahora bien, cuando tanto dolor se agrupa en mi propio costado y no puedo con él, no soy como tú, dejo que tú te salves sin mí porque no confío en el amor de mi fuerza salvadora hacia ti. Me he vuelto laxo para salvar vidas, incluida la tuya, mi Señor. Y en lugar de cargar con tu cruz, que es la mía también, procuro activar mi propio cinturón profiláctico y aislarme: no sólo el coronavirus mata. De cualquier modo, el amor tiene su límite incompasivo; en ocasiones no puedo amar más de lo que puedo si quiero seguir vivo. A mi vetusta edad cada paso hacia el amor alterificante y donativo me echa más para atrás. No estoy preparado para morir, por eso espero que mi envejecimiento dure toda la vida sin jamás cesar, envejecer eternamente para no morir. Los viejos somos los que más tememos morir porque nos sabemos viejos, pobres de nosotros.

Ahora bien, tampoco quiero estar vivo y, ayudando a sanar más, amando menos. Mi pequeña ayuda sólo tendrá suficiente energía y potencia sanadora si en ella mi amor es más grande que mi obligación, mi fama, o incluso mi sufrimiento compasivo por el otro; con más dolor que amor no podremos auxiliar ni aconsejar, antes al contrario, nos destruiríamos a nosotros mismos cargando con un peso superior a la resistencia de nuestras espaldas. El sufrimiento es elástico, pero hay ciertos padecimientos que solo el amor de una madre o de alguien que nos prohije puede soportar.

En resumen: lo que Dios por amor puede yo no lo puedo. Pero el rechazo de esta sencilla verdad de Perogrullo me ha llevado por tan malos derroteros psíquicos, que no debería querer ayudar a nadie a ser feliz a cualquier precio, como si no existiese mi propia impotencia, como si la vida fuese una excursión, una ataraxia o una indiferencia feliz a cualquier precio. Un padre no debería engañar a su hijo tetrapléjico en silla de ruedas con la promesa de que un día volará junto al sol, pues se le desprenderán las alas como a Ícaro sin poder pasar de Sísifo.

Llegado aquí, algo me está diciendo que necesito todavía una rumia final para tratar de completar la digestión de todo esto. Perdónenme las almas pusilánimes, pero quizá el último movimiento digestivo que me espera sea el de defecarlo todo, devolver todo a la vida vivida, aceptar esa fértil podredumbre compuesta de sufrimiento y de muerte que forman parte de la existencia, y que configuran su plenitud. De nuevo, quizá en ese catártico momento de aceptación llegue el filósofo a superar su propia condición de gusano para convertirse en crisálida poética, y ello no por negación sino por superación.

De todos modos, no podremos ser dados de alta post logoterapiam o extra logoterapiam con una gracia tan barata que con ella podamos seguir siendo zorro o zorra entrando con nocturnidad y alevosía en el gallinero. La logoterapia, a diferencia de otras terapias, exige decencia moral y no es tan sólo para arrojar personas ‘sensatamente curadas’ a una sociedad indecente a fin de que se acoplen a ella, es para hacer incursión en el sufrimiento que ayuda a sanar el alma, y para así ofrecerse como testimonio de esperanza universal: es para desalambrar, para desencadenar, para liberar a los presos de su angustia.

El logoterapeuta no está ahí sólo para recibir una paguita por su trabajo profesional. Yo al menos no quisiera para mí ni para los míos, ni para mis amigos, ni para nadie, ninguna felicidad económica que no fuese universalizable, realmente no la quiero si es solamente para mí. No de la felicidad sino de la dignidad de ella, aunque nos cueste la vida, es de lo que trata la vida.