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COVID19: La apopandemia de Miami Vice - Carlos Díaz

En tiempos de los arios las princesas –guapas o feas, si es que hubo alguna vez princesas feas– tenían el derecho a elegir a sus esposos, para lo cual se organizaba una impresionante fiesta a la que se invitaba a todos los candidatos reyes y pretendientes de alta cuna a la mano de la princesa, la cual imponía una guirnalda de flores en el cuello de aquél que ella elegía entre todos. A esta ceremonia Hawái llamábasela trasantaño swayamvara.

A pesar de que el componente gregario y mimético de las modas no caduca, el escenario ha cambiado notablemente desde los tiempos de aquella swayamvara hasta los de aquella serie televisiva titulada Miami Vice, que marcó época en cuanto a la moda masculina italiana para hombres en los Estados Unidos. Miami Vice popularizó el estilo de ‘camiseta debajo de una chaqueta Armani’; por su parte, la vestimenta habitual de Don Johnson con chaqueta sport italiana, una camiseta por debajo, pantalones claros sin cinturón y mocasines sin calcetines, se convirtió en todo un éxito mundial. Yo me visto así desde entonces, pues de este modo cobro más por mis artículos y conferencias. También el aspecto de Crockett, permanentemente sin afeitar, conocido como ‘barba de tres días’ inspiró a muchos hombres, supongo que en este caso no a hombres y mujeres. Por lo demás, en cada episodio de Crockett y Tubbs estos policías usaban un promedio de ocho trajes diferentes, más travestidos imposible.

Ni Miami ni Marbella, pese a su actual decadencia respectiva, son la última palabra aria, aunque en el más alto de los escalones de su zigurat no falten los pretendientes a eternos dioses, los adityas descendientes de Aditi, la eternidad imperecedera, que es luz celestial autosuficiente y autoefulgente que alimenta la luz de los doce soles. Conozco Miami donde nuestro hijo Charly tenía una hermosa casa, pero la ciudad era toda ella una metáfora de Corruptópolis, para la cual resultaba proverbial la observación de un buen hombre, protestante regeneracionista, según la cual «hay que admitir llanamente que en ningún sitio se puede desalojar por completo a la carne, antítesis de una ciudad honesta, donde nada más fácil que la imitación, ni nada más natural que la obediencia, cuando el que reprocha es irreprochable, el que enseña está bien enseñado, y el que manda es la norma misma», y donde se sabe que «destruir a un hombre lo puede cualquiera, corregirle, sólo los mejores»1.

Lo que acontece en la actual Corruptimundípolis sigue por el mismo camino: el vicio del vicio, la moda de la moda, el glamur del glamur, y la bagatela de las bagatelas ponen de relieve la tendencia insuperable a la autolatría cuando sólo queremos saber de nosotros mismos desde nosotros mismos, momento a partir del cual –ídolo sin icono– cada uno deviene incapaz de hablar el lenguaje del nosotros, torre de Babel donde uno dice agua y el otro le responde con un ladrillo y, si se descuida, con un ladrillazo. Obviamente, Edén, término griego que significa delicia, no puede construirse en tales condiciones. Y colorín colorado: fueron amargura de espíritu los unos para los otros, y todos para todos y todas, cada uno cosmoxenus o extranjero en este mundo, cada quien con su aletheia exul o verdad expatriada.

De todos modos, me parece esta una historia destinada a durar poco, no en vano Génesis, Bereshit, ‘en el principio’, primera palabra queda ya lastrada con la última palabra, Apocalipsis o apopandemia, término heleno que –a pesar de no haber sido usado, según creo– podría querer decir ‘relativo al pueblo entero’.

1 Andreae, J-V: Cristianópolis. Ed. Ayuso, Madrid, 1996, p. 135.