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COVID19: Un virus deleznable (Diario de campaña II) - Benito Estrella

VI

Y ya que estamos obligados a ejercer de medio monjes deberíamos saber aprovecharlo en sus productivas dimensiones espirituales practicando, por ejemplo, alguna regla monacal. Sugiero, por hacer honor a mi nombre, tres reglas benedictinas:

La primera: «Ora et labora». Rezad, meditad; es lo mismo. Lo que sepáis, como queráis. Sentid interior y verdaderamente que sois infirmes por naturaleza —o sea, enfermos, la mayoría asintomáticos—, criaturas dependientes de algo más grande que vosotros mismos, que los Estados y los gobiernos. Se trata de entrar en uno mismo en busca de Dios, «más dentro de mí que mi propia intimidad», como decía san Agustín.

Y trabajad en lo que sepáis hacer, estéis o no empleados. Desempleados o pensionistas, vale, pero en paro nunca.

La segunda: «Habitare secum». Vivimos en un mundo que estamos explotando sin misericordia, que descuidamos como si fuésemos okupas o mediopensionistas de un lugar que no nos pertenece. Lo cuidaron nuestros padres y abuelos y nosotros, los que quedemos vivos, lo hemos de cuidar también para nuestros hijos y nietos. Aprovechad la lentitud del ritmo de la vida que ahora llevamos en nuestro confinamiento, mucho más humano, para empezar a habitaros a vosotros mismos. Sólo cuidándonos interiormente, limpiando, ordenando, embelleciendo nuestros adentros, podremos cuidar también el mundo de fuera, limpiarlo, ordenarlo y embellecerlo. Como es adentro es afuera, decían los herméticos.

La tercera: «Mortem cotidie ante oculos suspectam habere». Esto, que resulta tan difícil en la ajetreada vida que llevamos, llena de miedos y de angustias que tratamos de ocultar y olvidar por todos los medios, ahora quizá nos resulte más fácil gracias al coronavirus y nuestro enclaustramiento. Tened suspendida la muerte todos los días delante de los ojos, no los bajéis avergonzados, no miréis para otro lado temerosos, miradla de frente. Ella es la maestra de la vida.

VII

Yo busco amparo y refugio en un pequeño jardín, que es mi templo y mi altar, mi claustro y mi cenobio. Lo sé, un privilegio. Lo empecé a cultivar sin saber nada del oficio de jardinero, aunque algo he aprendido a lo largo de los años por intuición y experiencia. Lo cuido con esmerada dedicación y placer, en parte siguiendo el consejo de un maestro sufí y en parte porque es una manera de dar expresión al hombre natural que en mí se rebela contra La Máquina que hoy domina el mundo. Como dice Paul Kingsnorth, la mejor manera de luchar por el futuro del hombre es ensuciarse las manos con la naturaleza; así se aprende de verdad, y no con discursos y buenas palabras, que la naturaleza tiene un valor más allá de su utilidad económica.

Es un jardín ya viejo en términos humanos y sé que yo me iré y en el ciprés y en el olivo quedarán los pájaros cantando. Su cuidado exige fidelidad. Y las plantas, con su silencio, que también florece en su tiempo y modo, la enseñan perfectamente. ¿Son población de riesgo estas plantas que cuido? A pesar de su aspecto leñoso, arrugado y gris de los inviernos, tendrá otras primaveras y mucho más espléndidas si algún viviente las sigue atendiendo.

Ahí está la buganvilla, treinta años de cuidados, luciendo ya su esplendorosa galanura roja. Algunas veces oigo a la gente que pasa por la calle y dicen: «¡Mira qué buganvilla más hermosa!». Si después de que remita la pandemia alguien viene a embargarla o expropiarla, la defenderé con mis uñas y mis dientes; pues nadie, ya sea un ejecutivo bien pagado o un probo funcionario del partido, la podrá cuidar mejor que yo.

Ahí, en el jardín, la vida sigue al margen de las leyes y decretos de todos los gobiernos y los ruidos del mundo.