COVID19: La epidemia, maestra de la sospecha - Luis Ferreiro

Desde Homero las epidemias se han descrito como una lluvia de flechas lanzadas por un dios enfurecido. En la Edad Media, esa imagen, justificada como un castigo divino por los pecados del mundo, tuvo una gran popularidad. Fue entonces cuando se difundió la devoción a San Sebastián, el santo martirizado por agudas saetas, como protector contra la peste. La descripción bélica de la epidemia puesta de moda por el gobierno recuerda esta idea de agresión sobre un pueblo sitiado.

Habría que ser más lúcidos y honestos. Ante las epidemias el saber se reparte en tres estratos: la mayoría del pueblo, que, a veces, falto de organización y sentido se degrada en masa, las minorías doctas, y el gobierno. No debería haber duda sobre la correcta jerarquía de saberes y, sin embargo, los que están en la cima no siempre aciertan, es más, a veces desvarían.

Durante siglos los sabios explicaron las epidemias con la ciencia que poseían, según la cual la causa natural estaba en el aire contaminado por emanaciones del suelo, en conjunción con la posición de los astros; desecharon la teoría del contagio, a pesar de que alguno como Girolamo Fracastoro expusiera una teoría del contagio, al estudiar la sífilis (1546), a la que llamó el «mal francés», donde se ve que el conocimiento de las epidemias lo carga el diablo y siempre apunta a alguien. El pueblo era ignorante, pero siempre tuvo el instinto como recurso para evitar el peligro en lo posible, o el sentido común y la prudencia para ponerse a salvo por la vía de la huida, la protección o el aislamiento. Así que la práctica más eficaz contra las epidemias, el aislamiento, se debió a la acción del pueblo y de las autoridades.

Hoy la situación es la inversa, si el pueblo conservara vivo el instinto comprendería que se encuentra en manos de los científicos y de los gobiernos, que tienen su propia visión, sus intereses y su ética peculiar. Lo más sano es que el pueblo no se fie mucho de ellos, que tome sus precauciones y les pida cuentas, pues no son santos. Pero al mismo tiempo, debería tener cuidado con sus hipótesis imaginativas, tales como el origen del virus en un laboratorio del que se escapó accidental o intencionalmente. No porque no pueda ser, en esto damos a la razón a Paul K. Feyerabend y su anarquismo epistemológico, según el cual ninguna hipótesis se debe descartar a priori, ni siquiera porque la apoye algún científico y premio nobel –muy cuestionado– como Luc Montaigner, descubridor del virus del sida, sino porque da munición a políticos de baja catadura moral, cuyos intereses animan a apuntar y disparar la epidemia contra sus enemigos reales o imaginarios.

Necesitamos menos lecciones de epidemiología y algunas más de psicología y sobre todo de historia para descubrir una fina trama tejida con los hilos de la culpa. Hoy la culpa ya no es sentida como pecado, sino más bien como imprevisión, ignorancia, impericia, insuficiencia de medios, imprudencia, etc. Está presente como conciencia de fracaso, como descubrimiento de una fragilidad esencial insospechada. Las reacciones aparecen como en aquellos tiempos que creíamos superados para siempre. Como dice Jean Delumeau, el estado de angustia se hace insoportable y, para conjurarlo los asediados por la plaga apelan a un sustitutivo más concreto: el miedo. La angustia es amplia, indefinida, espectral, amenaza con un golpe imprevisible, es una nada que aniquila desde dentro, imposibilita todo proyecto, desvanece nuestro futuro. El miedo, en cambio, concentra la atención en algo real sobre lo que se puede actuar.

Los miedos definen una causa de la agresión. Primero se fijan en un enemigo externo, en la Edad Media estaban los judíos disponibles como chivos expiatorios; se les acusó de envenenar las fuentes y miles de ellos fueron asesinados por una chusma irracional. En 1348, el papa Clemente VI, aun no siendo muy espiritual, reunía la erudición y la autoridad propia de aquel tiempo y tuvo que intervenir mediante dos bulas en las que refutaba la criminal hipótesis. ¿Es improbable en estos tiempos?: los chinos, los refugiados en Turquía, los africanos que intentan venir a Europa, etc., ya tienen experiencia. Además, en el mundo –¡y en España!– hay suficientes políticos mentecatos para promover esa clase de hipótesis.

Cuando esta razón no explicaba bien los hechos, el siguiente paso era culpar a otros más cercanos que no estaban poco integrados como los mendigos, los vagabundos, los maleantes, los socialmente antipáticos, los señalados como siniestros… Siempre habrá pobres y marginados a los que señalar.

Por último, la escalada llegaba a los más cercanos e incluso a los íntimos. Todos podían ser culpables o sospechosos de serlo. Cualquiera puede contagiarnos. ¡Incluso yo mismo puedo ser contagioso! Nosotros, más avanzados, hemos llegado más rápidamente a este estadio sin quemar judíos o chinos, ni mendigos. Con ello vemos cómo se instala una epidemia secundaria de un parásito que alimentamos sin cesar. Es la desconfianza, que a falta de inmunidad utilizamos como un antídoto que nos salva como individuos a la vez que infecta nuestra humanidad y destruye la sociabilidad. Cada día se nota más que los desconocidos nos rehúyen y hasta los conocidos toman precauciones. Si la plaga dura, las secuelas van a ser difíciles de sanar, entre ellas la tristeza, no ya por la muerte sino por la vida. Valga como testimonio este texto de Manzoni:

«… había algo más funesto y más terrible todavía: era la desconfianza recíproca, la monstruosidad de las sospechas… no se sentían suspicaces de su vecino, de su amigo, de su huésped solamente: esos dulces nombres, esos tiernos vínculos de esposo, de padre, de hijo, de hermano, eran objeto de terror; y, cosa horrible e indigna de decir, la mesa doméstica, el lecho nupcial eran temidos como trampas, como lugares donde se escondía el veneno».

Nunca como hoy se hace más atractivo adoptar como lema el diagnóstico de Sartre: «el infierno son los otros». ¿Sabrán el pueblo, el gobierno y los científicos combatir esta epidemia? No será cuestión de instinto, ni de gestión, ni de ciencia, sino de sabiduría.