COVID19: Otro modo de hablar - Carlos Díaz

Todo ser humano muere muchas veces, y cada vez de una manera diferente: muchas veces, puesto que muere tan frecuentemente como desaparecen a su alrededor los seres vivos que se acordaban de él, y de una muerte diferente según la cualidad y la profundidad de la comunicación interrumpida. Cuando esas voces se van, queda en nosotros un gran vacío que los ruidos estruendosos no pueden colmar.

Es preciso que haya varias voces juntas en una voz para que ella sea hermosa. Sólo hablamos llamados, llamados por lo que hay que decir. Es preciso que, por un instante, un hombre se yerga en la noche para que el silencio eterno de los espacios infinitos aparezca como silencio, recogido en la voz que lo designa. La voz que da voz, incluso al propio silencio, no se ha dado, sin embargo, ella misma a sí misma. Hablamos por haber oído y, no dejando de oír, cualquier voz lleva en sí misma varias voces, pues no hay primera voz. ¿Cómo oír la llamada que nos hace hablar? ¿Cómo pensar la palabra que responde sólo oyendo? ¿Cómo dar la voz, único lugar en que se encarnan la llamada y la respuesta? ¿En qué consiste llamar cuando el que es llamado sólo surge a través de esa llamada? Estas preguntas de Jean-Luc Chrétien interpelan en un mundo como este mundo.

Hablar es haber escuchado y seguir escuchando todavía, pero también es hacer oír y, por tanto, hacer responder aún. Biunivocidad de la palabra. Si estás rodeado de silentes circunspectos cuya norma es no hablar por principio, ya sabes: sacude tus sandalias y márchate a otra parte para que puedan roer sus silencios taciturnos de campana vacía. Yo prefiero que digan algo, aunque sean asertos simplistas, a que no digan nada ni aunque les aspen. Pues, si tienen algo que decir pero lo callan, siempre puedes temerte una daga traicionera sobrevolando tu espalda.

Mi propia palabra me hastía cuando es de ornitorrinco, nadie soportaba a Unamuno en ese aspecto, y con razón. Mis sentimientos no son los mejores respecto a determinadas personas que agarran el micrófono y no lo soltarían ni por electrocución.

Hablo respondiendo, pero esa respuesta sólo se perpetúa llamando a otras palabras que me responderán y, respondiéndome, me harán oír aquello a lo que, en mi propia palabra, hubiera podido permanecer sordo.

La respuesta de los otros es el porvenir de nuestra palabra, un porvenir íntimamente nuestro y que al mismo tiempo no nos pertenece.

La llamada requiere nuestra voz para transmitirla a otros y de ese modo oírla con nitidez, pero difícilmente podría ser pensada y descrita sin apelar a una voz interior. La cosa no es del todo distinta, aunque lo parezca, con el demonio de Sócrates, en cuya Apología se lee: «Si algún día, no obstante, alguien pretende haber aprendido algo de mí y haber oído de mí, en privado algo que no hubiese sido oído por todos, sepan que no dice la verdad».

Es mi mentira cualquier palabra emitida por mí y que únicamente proviene de mí; es mi verdad la palabra que me viene del Altísimo. Sólo hay veracidad gracias a esa verdad a la que podemos pertenecer, pero que no nos pertenece.

Amo la palabra de los mejores y el silencio de los buenos. También el silencio se mama, y la presente crisis deberíamos estarla aprovechando para enseñar a nuestros hijos y nietos a callar y a escuchar en diálogo. Mala pedagogía fuere aquella donde es mucho menor el silencio que el estrépito. A quien de pequeño no le enseñaron a escuchar las armonías lingüísticas de los ecos silenciosos le espera la hiperacusia de discoteca.

La Palabra de Dios se dirige a nosotros a través de la voz de sus testigos, por eso los oídos del corazón sólo pueden abrirse (no clausurarse) por el requerimiento de dicha Palabra. Incluso cuando la llamada nos impele de nuevo a nuestra intimidad espiritual, es en el mundo donde resuena en verdad para el hombre clausurado en el pecado de un sí mismo solo. Ningún pensamiento cristiano podría privilegiar una voz interior respecto al coro de sus testigos, pues ello sería sustituir la Revelación fundadora por una ‘revelación’ privada y solitaria. Para anunciar a Dios en Cristo, se precisa una voz voz tonitronante, «la voz del que grita en el desierto», la de Juan Bautista.

Y ya me callo, porque si dijera más sería dialécticamente más torpe de la cuenta.