COVID19: De otro modo que decepción: Jean-Luc Marion - Carlos Díaz

Queridas amigas y amigos:

Discípulo originalísimo del judío Emmanuel Levinas, Jean-Luc Marion es el filósofo católico vivo más importante. Estas páginas resumen una parte de su pensamiento y son también por mi parte un homenaje a aquel joven amigo y hoy gran maestro con el que debatía yo sobre fenomenología hace cincuenta años. 

Desembarazarse de la responsabilidad para con el otro es un homicidio. La protesta que sale de los labios de Caín: “¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?”, le denuncia ya como homicida. Aunque el otro en su desnudez y con toda su debilidad se me presenta tan vulnerable, yo no puedo destruirlo. ¿Qué me impide hacerlo, si él no opone resistencia alguna? Una resistencia ética: no matarás. Esta prohibición de matar muestra la fuerza de la Bondad del Infinito. Es la responsabilidad a una llamada la que me hace descubrir nuestra libertad en el no mataré. La libertad se descubre en la no-indiferencia por el otro, maestro exterior y principio de toda enseñanza, porque se revela a sí mismo habitado por un Infinito que le confiere su verdadera identidad de sujeto. Esta subjetividad, acusada por todos y responsable para con todos hasta la substitución de mi yo por el tú me convierte en rehén del otro.

El sujeto se convierte en testigo del Infinito sólo en el testimonio que se le rinde. Del Infinito no hay experiencia posible. El Infinito no aparece porque no es un fenómeno, no se muestra cara a cara. El sujeto es inspirado por el Infinito, que no puede ser representado sino tan sólo glorificado, lo cual se produce precisamente en la responsabilidad por el prójimo. Ahora el sujeto ha abandonado todas sus certezas con relación al Infinito, no busca ya alcanzarlo mediante el conocimiento, sino que decir Dios es anunciar la sola palabra capaz de conducirnos a una relación con el otro que aparezca como fraternidad. Sartre interpretaba la mirada del otro como la mirada de Medusa que me paraliza y me quita la libertad, ya que hace de mí su objeto. No. El rostro del otro es la experiencia fundamental que me libera de mi egoísmo para acceder a la subjetividad verdadera en la responsabilidad para con el otro.

La idea de Infinito en nosotros nos ha sido dada en un fenómeno tan rico en intuición, que supera nuestras propias capacidades de abarcarlo. La idea de Infinito sólo aparece como la huella de una ausencia, que nuestra mirada encuentra en otro que nos llama. En la nada, en la oscuridad, en lo posible, en el vacío se muestra la negación del ser y del aparecer. Son datos en el modo de la decepción: todo lo negativo el sinsentido y la contradicción son allí dados. El sujeto vive sorprendido y desconcertado, ya no es el centro del mundo, puesto que sus limitaciones, especialmente la muerte, le impiden ocupar este lugar privilegiado, y, sin embargo, el fastidio profundo desvela la llamada que le abre al infinito. Toda pretensión del sujeto de erigirse en origen del sentido queda desaprobada.

Pero ¿cómo podemos explicar el conocimiento de fenómenos que parecen superar el dominio de lo visible tales como la revelación o la religión? Puesto que hay objetos pensados que no aparecerán jamás, pensar excede a la intuición sensible, por eso un fenómeno incondicionado e irreductible puede aparecer siempre en el seno de un fenómeno condicionado y reductible. Hay una fenomenalidad saturada de intuición que da más de lo que la intención habría previsto y nos llena de asombro. El fenómeno saturado no tiene límite, es un exceso que alcanza a la percepción incapaz de soportar su poder cegador. Hay una fenomenalidad insoportable saturada de cualidad donde la percepción de lo heterogéneo se da como novedad, ya que la heterogeneidad dispone de grados para los cuales somos ciegos. Hay una fenomenalidad saturada de tiempo, pues el acontecimiento histórico es un fenómeno imprevisible a partir del pasado, único en el presente e irrepetible en el futuro, que no se somete al análisis de la experiencia: el tiempo se presenta como el horizonte último de los fenómenos que requieren visibilidad, pero el fenómeno saturado excede este horizonte, ya que ningún horizonte puede encerrarlo. Hay una fenomenalidad saturada de modalidad: un fenómeno pobre que no cumple las condiciones no puede presentarse, pero, un fenómeno excepcional que se impone por exceso es un fenómeno no objetivo cuya excepcionalidad es irreductible a las condiciones de la experiencia. En estos excesos expresados por la donación del fenómeno saturado se da una subjetividad no objetivadora.

También Dios es un fenómeno saturado, pues se esconde y sólo aparece a través de la mediación humana anunciando así el misterio de su donación. Una distancia se interpone entre Dios y el hombre que sólo el amor infinito puede recorrer. “Dios” no puede ser un ídolo conceptual. El ídolo es la imagen en la cual el hombre encierra todo lo que él experimenta de lo divino; lejos de abrir nuestra mirada a Dios, sólo nos remite a nosotros mismos. La función de los ídolos es la de identificar lo divino con la ciudad o con la sociedad para hacerlo manipulable para el hombre; en este proceso de identificación el hombre se atribuye a sí mismo unos rasgos comunes con la divinidad. La eliminación de la alteridad divina implica asimismo la supresión de su trascendencia, dada su proximidad excesiva. Pero Dios no puede ser recuperado como un ídolo. Es preciso callarse, o bien esperar que su propia palabra venga a socorrernos. Dios respeta la libertad del hombre al separarse de él en esta retirada que le permite ser. Dios se sitúa al abrigo de toda visibilidad sin mostrarse personalmente para que el hombre pueda acogerlo con la espontaneidad de su voluntad libre. Ello no significa que se trate de un espacio confortable, ya que la condición del hombre separado de Dios es la de estar condenado a la errancia. ¿Qué podrá dar cuenta de esta separación de la distancia divina? La plegaria. Nosotros no comprendemos lo infinito porque es el infinito mismo quien nos comprende. El pecado es la tentación que se le ofrece constantemente al hombre de apropiarse de la distancia, convirtiéndose en Dios y ocupando la plaza que deja su ausencia. Por este motivo los profetas y los apóstoles cumplen su papel de mediadores de la distancia.

La donación de sí mismo hace coincidir la pobreza de su despojo con la abundancia del amor entregado. En Cristo crucificado la distancia divina se deja ver como figura humana y muestra la inmensidad de esta separación. Cristo, que es el mediador de toda distancia nos transmite esta Revelación en la oscuridad de su encarnación. En la cruz se hace evidente que él es el Hijo de Dios. Dios no está celoso de su divinidad, sino que de su Bondad ofrece una distancia a recorrer con una participación imparticipable. El hombre, falto de generosidad, no llega a comprender que la distancia no puede comprenderse, pero que se entrega para que la recibamos. Dios se revela despojándose de la gloria divina y apareciendo no en el ídolo que el hombre le ha construido, sino en el ícono de su donación extrema. En la humillación y en el desconocimiento se presenta el escándalo de la cruz, misterio supremo de la revelación de Dios. Así pues, la fe consiste en creer, a pesar de la sospecha de no ser creyente, lo cual nos conduce a confiar más en el amor donado que a nuestra voluntad desfalleciente. Pese a la debilidad de nuestra voluntad, nada puede substituirla, ya que nada constituye más esencialmente al hombre que su corazón. Nada separa el creyente del no creyente, excepto la fe. Recibir a Dios por el amor sólo es posible a quien se entrega a Él.

¿En qué consiste la conversión? Convertirse consiste en querer de otro modo, abandonarse al don en lugar de asegurarse una posesión. Obrando así, el converso se abandona como Dios mismo se abandona, se abre a la alteridad al renunciar a la soledad idiota, es decir, encerrada en sí misma. En este abandono al otro, el hombre accede a la distancia donde puede escoger dirigirse a Dios o no. Tanto el amor como la fe son una gracia que no debe ser interpretada ni como un aumento ni como un complemento. El fondo más propio de la voluntad se muestra habitado por un extranjería que resulta íntima. Sin embargo, una voluntad así concebida, aunque sea extraña a todo orden de la razón, no cae en la irracionalidad. El hombre no habita en la distancia para someterse a la oscuridad. Si sus ojos quedan cegados no es por falta de luz, sino porque no llegan a soportar el deslumbramiento. Y Dios no se manifiesta con todo su esplendor, porque no sería soportable, sino que es la presencia de un Dios que se oculta. Se manifiesta en Jesucristo cuya Revelación es la epifanía absoluta filtrada por la finitud. Así como sólo la mirada creyente es capaz de acoger dicha revelación, asimismo sólo la voluntad que ama consigue descubrir en el Cristo crucificado la gloria de su vaciamiento (kénosis). Por el contrario, la mirada que no ama sólo encuentra en él la confirmación de su denegación. La interpretación se realiza así a la medida de cada espíritu. Sólo el Amor puede soportar con la mirada el exceso de amor, puesto que sólo el amor tiene acceso al amor. Aunque la fe disponga de pruebas, no reposa en ellas, ya que sólo el amor y no el discurso puede llegar allí donde ellas pretenden conducirnos. Sólo el amor consigue abandonarse en la profundidad infinita de Cristo, icono pascual del Padre. La demostración ha perdido toda su importancia en favor del reconocimiento.

Muerte ¿dónde está tu victoria? A través de Cristo la fe cristiana nos introduce en esta crisis acabada, porque Él, el libre, nos da la posibilidad de adherirnos a una muerte tan libre como la suya. En efecto, según san Juan, la pasión y la muerte de Cristo son el juicio de este mundo. Ellas cumplen la crisis que por desarrollarse en la cruz se presenta verdaderamente como crucial. El mundo es juzgado en la cruz de Cristo, pero como un juicio invertido, ya que en la cruz de Cristo no es Dios quien juzga al hombre, sino al contrario son los hombres los que juzgan a Cristo y lo condenan a muerte. Víctima del juicio de los hombres, sufre en la cruz. El juez es siempre el hombre y el condenado Dios. La paradoja de la crisis crucial consiste en que el juicio de Dios por parte del hombre, desposeyéndole de todos sus poderes, produce en el hombre un juicio de sí mismo. No es Dios quien juzga, son los hombres quienes, juzgando injustamente a Dios, se juzgan a sí mismos con relación a Dios. La cruz de Jesús se convierte por ello en signo de contradicción, ya que es la provocación para juzgarse a sí mismo. Cada uno entra por dicha palabra en su propio interior y queda obligado a decidirse por o contra la palabra de Dios. Cristo, abdicando de su función de juez, provoca a los hombres a juzgarse a sí mismos. No suspende el curso de la crisis, más bien retorna la crisis al hombre mismo. De este modo, la muerte no es para el hombre la crisis definitiva. En efecto, por la cruz de Jesús, puedo entrar en ella antes de mi propia muerte, puesto que me encuentro ante la palabra que Cristo revela. Esta crisis crucial cumple entonces con las tres condiciones que definen la crisis. En primer lugar, opone antagónicamente las dos opiniones de creer o de no creer, de perder la vida o de ganarla. En segundo lugar, necesita una decisión urgente, ya que es preciso decidirse ahora o nunca. Finalmente, expresa un juicio pronunciado sólo por mí, que se convierte en luz para todos mis actos, de manera que aquello que la muerte me oculta es aclarado por la palabra de Cristo. Yo me encuentro solo al someterme a este juicio. La cruz de Cristo me obliga a pronunciarme, ya que no puedo pasar de largo sin hacerlo. Ella anuncia el juicio final, es decir la promesa de que cada uno sabrá quién es, porque cada uno será aquel que verdaderamente ha decidido ser. Sin embargo, mientras esperamos el juicio final, Cristo mismo se nos da como viático para retenernos en el camino del juicio de nosotros mismos. La Eucaristía expresa este don de sí mismo que permanece presente, con el fin de que podamos afrontarlo con nuestra decisión.

Solamente la caridad es digna de fe, pero se precisa la fe para vivir en la caridad. En la fe, la presencia de Cristo nos socorre, pero el hombre tiene miedo de aceptar la única crisis crucial y acabada que existe, es decir, la palabra de Cristo. Por tanto, el hombre sólo accederá a su verdadera identidad exponiéndose a la crisis crucial de la caridad. La caridad es encuentro de la llamada que procede de un Dios que se esconde y la respuesta de fe de un sujeto que se da. La donación de Dios en el icono de su Hijo se cruza con la donación de un hombre confiado. Ambas donaciones trazan el signo de la cruz como figura de la caridad en la que Dios y el hombre se encuentran.

De esta suerte, la humanidad no comienza con la posición de un Yo en nominativo; Yo soy me antes de ser Yo porque me encuentro convocado por una palabra pronunciada fuera de mi. El yo se experimenta así como un me en la respuesta heme aquí. Este yo (moi), que entraña la desaparición del yo (Je), es el Desconcertado y lo define con cuatro rasgos. 1. Convocación. El Desconcertado experimenta la fuerza de una llamada tan poderosa que está obligado a acudir, lo cual supone el rechazo de la autarquía de una subjetividad absoluta. Esta identificación permite al Desconcertado no reconocerse más en nominativo, porque su yo queda invertido en un me. 2. Sorpresa. En el éxtasis en el que el desconcertado se reconoce el diálogo se percibe como algo tan extraño que le impide comprender la convocación recibida. En este sentido, la sorpresa contradice la intencionalidad, puesto que el Yo, no se encuentra instalado en el terreno claro de la objetividad. 3. Interlocución, no como diálogo entre dos interlocutores, sino en su sentido jurídico como decisión de suspender un asunto antes de pronunciarse sobre el fondo. El desconcertado no es recibido ni en nominativo, como lo hace Husserl, ni en genitivo, como lo hace Heidegger, ni en acusativo, como lo hace Levinas, sino en dativo, pues solamente el dativo recibe la llamada dándome a mí mismo como primer don que me abre a todas las otras donaciones. 4. Facticidad. El Desconcertado soporta la llamada y la reivindicación como un hecho, se encuentra sometido a una facticidad absolutamente otra y precediendo a la reivindicación misma. Quien es llamado no puede identificarse sin recibirse como un me, reconociendo la separación de la llamada. La separación le asegura a sí mismo su propia identidad, al tiempo que le prohíbe apropiarse de quien llama. La llamada, y no el me, decide de mi antes que yo.

La respuesta que puede esperarse del Desconcertado no es una recuperación de la autenticidad respondente que el yo se apropiaría. La autenticidad consiste en el reconocimiento de la inautenticidad original de la reivindicación, como una carga que es preciso acarrear. La respuesta que el Desconcertado anuncia no hace sino repetir la llamada reconociéndola como más esencial aún que el mismo yo. El Desconcertado es una subjetividad abierta al don exterior y, por tanto, a la revelación. En efecto, todo fenómeno que le llega del exterior le sorprende como una revelación que no puede darse a sí mismo si no es dando. De ahí que el responso sea la repetición por boca del desconcertado de la llamada que lo reivindica.