COVID19: Miedo - Antonio Calvo Orcal

El miedo me da miedo. Mucho más que los virus o las bacterias, con las que me llevo de maravilla en general, aunque algunas siempre están intentando llevarme al otro barrio. Le tengo miedo al miedo porque cuando me paro a pensar en las cosas que hago mal, siempre está ahí impulsando mis acciones. El miedo es un regulador del comportamiento. Tan nefasto es actuar o dejar de actuar sobrecogido, como haber perdido todo sentimiento de miedo, a no ser que la aparente perdida sea un a pesar de, es decir, hacemos lo que debemos porque es más fuerte nuestra vocación de amor.

El miedo, como todo en nuestro ser, puede tener motivos reales o ficticios. Y también hay miedos aprendidos. Es menester recordar permanentemente una amenaza que siempre es actual y poderosa. Se pueden inutilizar las alas viviendo como gallinas. Tanto la impotencia como la sumisión se pueden aprender. Siempre hay alguien que se empeña en convencernos de ello. Es mucho más eficaz sembrar una creencia que tener que enfrentarse a un hombre libre. Algunos, los primeros miedos, se fijan de tal manera que lastran sin cesar el vuelo de la vida.

Cuando no se tiene fuerza bastante para aprender de los errores o de los retos, de las crisis se sale peor que entramos. El esfuerzo curte y hace más capaz a quien puede aprovecharlo. Son muchas y fundamentales las ofertas de aprendizaje que acontecen en tiempos duros, pero el acontecimiento no es maestro de nada por sí mismo, trae posibilidades de ver mejor a un ser espiritual que está abierto a descubrirlas. En la soledad puedes encontrarte con incomodidades y miedos o contigo mismo ante la seriedad de una existencia mortal, en la que si sales de ésta tengas claro que lo que queda por vivir sólo se trata de un aplazamiento.

A mí no me gusta vivir la vida como observador, beneficiario o parásito. Detesto que alguien esté jugándose la vida por la mía, si yo puedo hacerlo. Ya he caído en la cuenta de que no se puede preservar la vida que se esconde. La manera de tenerla es entregarla. No hay otra. Cada cual debe enfrentar la suya con todas las consecuencias. Detesto que alguien me diga si tengo que arriesgarla o conservarla. Sólo el deber de amor tiene derecho a poner fronteras en la vida de un hombre. Los deberes sociales sólo son deberes si son legítimos, si se convierten en ley no por poder, sino por servicio. Se olvida con demasiada facilidad que el desorden está muy establecido. Hay una delgada línea entre la ley y la trampa y el hombre debe aprender a distinguirla y actuar en consecuencia. Hoy, en nuestras sociedades acomodadas, maleducadas, nihilistas, y narcisistas, en nuestras corrompidas democracias, se dan buenas condiciones para que totalitarios de cualquier signo intenten medrar a costa del despiste existencial que ellos mismos manifiestan.

Siento que vamos a salir a un mundo amedrentado en el que va a ser más difícil convivir amistosamente, en el que va a ser más difícil caminar hacia lo humano. Siento que van a ser necesarios testigos alados de lo eterno dispuestos a dejarse la vida para que no se cierren aún más los espacios de luz y de esperanza. Va a ser difícil ser testigo de que la vida no se pierde si se vive. De que quien muere amando muere viviendo, muere vivo. Volver al riesgo del camino, al beso, al abrazo, a la ternura, a la cordura, en fin, a la cordura. Si no hemos aprendido en este encierro a amar más el viento de la verdad y de su esfuerzo, si vamos a salir con alas de cadenas al encuentro del otro y su misterio, el bichito será nuestro carnero, el chivo expiatorio de un difunto.