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COVID19: La memoria histórica de las epidemias - Luis Ferreiro

Nuestra sociedad no tiene memoria histórica de las experiencias fundamentales más aterradoras de la humanidad como son la guerra, el hambre y la peste. Estas calamidades han sido tan frecuentes en siglos pasados que lo realmente raro es que en España la última gran epidemia sucediera hace un siglo (1918), que la última guerra acabara hace 80 años y que de la secuela de hambre ya casi no queden testigos.

Las últimas generaciones han sido muy afortunadas, pero al faltarnos la experiencia de las calamidades, no sabemos poner en su justa perspectiva lo que nos pasa hoy, hasta el punto de no dar crédito a la realidad de los peligros que nos acechan, Siempre creímos que las epidemias les sucedían a otros, nunca imaginamos que los rostros pálidos pudiéramos caer como los indios. Sin embargo, si la memoria histórica nos sirviera para algo más provechoso que para organizar una exhumación y una nueva inhumación de un dictador ya inofensivo e indefenso, sabríamos que las epidemias han matado en Europa mucho más que las guerras.

Así, la peste negra de 1347-1352 asoló a Europa diezmando a la población, acudiendo a la cita con sus desdichadas víctimas en periodos de 8 a 12 años. Por ejemplo, en Francia, desde 1437 a 1536 (189 años) hubo 24 brotes, una media de un brote cada 8 años; desde 1536 a 1670 (134 años) hubo 12 brotes (cada 11 años). Después de 50 años, cuando se daba por desaparecida, en 1720 hubo el último brote en Marsella, donde murieron 50.000 de sus 100.000 habitantes.

Tendríamos que recordar que obras literarias como El Decamerón, de Bocaccio, o Los novios, de Manzoni, tienen como fondo los escenarios epidémicos de las pestes de 1352 y de 1630. El azote de la peste en Italia provocó, sólo en el siglo XVII, un total de 1.730.000 muertes (14% de la población).

En España hubo tres grandes oleadas en 1596-1602, 1648-1652 y 1677-1685, que se llevaron por delante las vidas de 1,250.000 personas. La Barcelona de 1652 perdió 20.000 de sus 44.000 habitantes. La Sevilla de Murillo en 1649-1650, con 110.000 habitantes, tuvo que retirar 60.000 muertos de sus casas y calles, donde se acumulaban sin poder enterrarlos en muchos días (Cf. Jean Delumeau. El miedo en Occidente, Madrid, 2019, págs. 125-180).

La peste bubónica ha sido la reina de todas las epidemias, pero no ha sido la única, otras muchas han sembrado la muerte periódicamente. En siglo XIX llegaron las grandes pandemias de cólera que nacieron en Asia, afectaron a Europa y a otros continentes, con oleadas que se iniciaron en 1817, 1831, 1852, etc., causando más de 10 millones de muertes.

En suma, la historia da fe de que casi ninguna generación se ha visto libre de epidemias. En los dos últimos siglos, apenas se encontraba un remedio para una peste, no tardaba mucho en aparecer otra, como si un genio maligno acechara a la humanidad para proporcionarle un sobresalto al menor descuido y asestarle un golpe homicida en forma de SIDA, ébola, COBID-19 y los que vendrán a buen seguro.

Por tanto, no deberíamos sorprendernos, la pregunta no es ¿por qué a nosotros?, sino más bien ¿por qué a nosotros no?, ¿por qué no nos iban a azotar los mismos males que han atormentado a la humanidad en tiempos remotos o en regiones lejanas y pobres? Pues, lo raro sería que fuéramos inmunes, lo estúpido bajar la guardia, y lo iluso prepararnos para los males a largo plazo, con grandes y costosas inversiones, y descuidar los más inminentes, que serían más baratos de conjurar: el cambio climático no nos matará dentro de 50 años si ya antes nos ha matado un pequeño virus.

Además de la memoria despertemos también la imaginación. Hay más de 5.000 especies conocidas de virus, y las desconocidas se supone que son millones, de modo que, si insistimos en la terminología bélica de moda, la naturaleza es una gran reserva de armas biológicas, muchas de ellas letales. Hasta ahora la humanidad ha sobrevivido a la amenaza, pero la posibilidad de que sea diezmada, incluso hasta su extinción, no puede ignorarse.

La pandemia actual -comparativamente no muy grave- deberíamos tomarla como un aviso para recordar nuestra vulnerabilidad, y como una ocasión de aprendizaje y entrenamiento para afrontar mejor futuros peligros.